Lo divino y lo humano

Justicia terrícola

Lisandro Duque Naranjo
20 de agosto de 2018 - 05:00 a. m.

Hay un factor vinculante con el planeta mucho más poderoso que mi condición de ser humano —lo que no basta, pues comparto la naturaleza y la cultura con los animales y demás seres vivos—, y es el de que soy un terrícola, un miembro de la sociedad planetaria. Esta sola circunstancia me ha permitido, desde que nací, el derecho a respirar el aire que me provee la atmósfera, junto a otras 7.000 millones de personas que en la actualidad habitan conmigo esta esfera. También se me ha dado el agua, la salada y la dulce, en algunos mares en los que me he mojado y en ríos que han resuelto mi sed y me han lavado el cuerpo, algunos anchos que a veces se secan y otros delgados que en ocasiones se salen de madre. Cumplo, además, con los requisitos de llevar en mi reloj las cuentas de las 24 horas —con su luz que me saca a caminar y su oscuridad que por lo regular me acuesta, aunque a veces la disfruto desde afuera—, y que entre ambas sumadas constituyen el tiempo que le lleva al mundo girar totalmente sobre sí mismo. Cada año, además, obtengo un instrumento nuevo, llamado almanaque, con el que mido los 12 meses que se demora este hogar en darle una vuelta completa al astro rey. Nadie puede entonces poner en duda que sea un terrícola de la base. Un ciudadano de esta galaxia solar que ocupa su lugar en los modestos 510’072.000 km² de esta bola espacial en la que 361.132.000 km² están compuestos por agua (un 70,8 %) y 148’940.000 km² por tierra (un 29,2 %). Constituye motivo de honor para el suscrito el que la Tierra sea el tercer planeta en distancia respecto del Sol, del que se encuentra a 149’597.872 kilómetros. Estamos en el podio, pues. Y hasta el momento, que se sepa, y desde hace 4.800 millones de años, somos el único lugar habitable entre millones de galaxias en los multiuniversos.

Hay cuentas, sin embargo, que no me cuadran en tanta prodigalidad cósmica que me beneficia: yo, como una pieza suelta entre 7.000 millones de habitantes, debería tener, como mínimo asegurado, 85.000 m² de tierra, con derecho a aguas saladas y dulces. Siendo realista, dejemos eso en 25.650 m² de tierra firme, por aquello de que el planeta es 71 % líquido y 29 % sólido. Pero no, ni siquiera eso tengo. Y eso que mi derecho hipotético a esos m², yo tendría la voluntad y la obligación de irlos reduciendo para que, sumadas todas esas reducciones por una humanidad que viviera en estado de gracia, fueran alcanzando para los terrícolas que van naciendo de ahora en adelante. Como debió ser desde el principio, y por no haberlo sido ha traído las guerras. Yo, por ejemplo, cuando llegué a esta tierra, ya todo lo tenían acaparado los nacidos antes. Y eso viene así desde hace milenios.

No soy el único: en este planeta, una minoría es dueña del 97 % de la superficie y le deja al resto el 3 %. La reina Isabel es dueña de 27 millones de km², la sexta parte del globo terráqueo, regados por los continentes. No se puede tener tanto sólo porque se es más distinguido, o porque la familia de uno es más antigua, o porque tiene más gentes armadas.

Colombia no está mejor, de hecho, es de los peores: aquí “los dueños del 1 % de los predios rurales poseen el 81 % de la tierra” (Oxfam, 2016). Quizás desde un ángulo galáctico, solar, esta inequidad se perciba en la plenitud de su ridiculez, lo que es injusto con un planeta único y maravilloso.

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