Juventud, divina bancarrota

Catalina Ruiz-Navarro
17 de octubre de 2019 - 05:00 a. m.

En los años 70, si una persona se graduaba de una carrera universitaria, buscaba un trabajo como empleada en el que podría quedarse unos años o toda la vida; un empleo a largo plazo que permitía ahorrar y hacer un préstamo en el banco para comprar un carro o una casa. Al llegar a los 30, era normal que una persona de clase media, con educación universitaria y casi nueve años de experiencia laboral, tuviera algo de ahorros y hasta propiedad privada.

Nada de esto se mantuvo hasta el siglo XXI. Ahora no bastaba con educación universitaria, también se hizo indispensable un caro posgrado, como mínimo una maestría, para entrar a ganar nada, o en el mejor de los casos un sueldo que escasamente alcanzaba para el transporte público, pero esas condiciones se aceptaban a cambio de “ganar experiencia”. Para mi generación fue claro que no tendríamos una buena pensión, ni empleo estable a largo plazo, porque todo eran contratos de prestación de servicios a término fijo. Los sueños de tener casa propia se hicieron más esquivos, el precio del dólar se duplicó en 2014 y sigue subiendo. Con el desplome del peso colombiano, los préstamos para estudiar en el exterior se convirtieron en una carga pesada como una lápida para los jóvenes profesionales. Una generación a la que nos prometieron que, si estudiábamos mucho y seguíamos nuestra vocación, las buenas condiciones laborales llegarían. Pero no fue así. A las millennials nos tocó una crisis mundial de la economía y las generaciones que siguen crecieron en esa recesión. Y ahora salen con que solo les van a pagar el 75 % del salario mínimo, una propuesta de la Asociación Nacional de Instituciones Financieras (ANIF) que no es más que una apuesta por la explotación.

La medida se explica con una racionalización fría y perversa: hay un porcentaje muy alto de jóvenes desempleados, si les bajamos un 25 % a sus sueldos, habrá más jóvenes empleados por menos sueldo y esto reducirá la cifra de desempleo, como si eso fuera algo bueno, cuando en realidad estamos hablando de más empleados con peor calidad de vida, que seguro tendrán que hacer al tiempo tres y cuatro trabajos para compensar por estar ganando, literalmente, menos que el mínimo. Este es el tipo de propuestas que surgen cuando se piensa en los jóvenes como una cifras y no como personas con derechos que deben ser garantizados por el Estado y cuya calidad de vida depende de esas garantías. Los derechos humanos son centrales a esta discusión porque pagarle a un grupo menos, por su edad y no por su experiencia, es discriminación. Esta es una medida que va en contra de los derechos fundamentales.

Los y las jóvenes en Colombia (no olvidemos que a las mujeres les afecta mucho más el desempleo) hoy trabajan el doble para ganar menos de la mitad de lo que ganaban sus padres, madres y abuelos. Tan solo sugerir que la solución al desempleo está en la precarización del trabajo de los y las jóvenes debería ser un detonante para que salieran a las calles a reclamar educación profesional de calidad, gratuita y trabajos dignos. Pero salir a protestar es difícil cuando tienes que cumplir los horarios de un trabajo inflexible que no puedes abandonar porque cada día está más cara la renta. Porque sin educación, y sin un trabajo digno que garantice calidad de vida, no hay tampoco participación política, y mucho menos espacio para el descanso, o la creatividad, o esa palabreja que tanto le exigen a los jóvenes: innovación. Al poner a los y las jóvenes a pagar los platos rotos por los errores de este y otros gobiernos, estamos ahogando a toda una generación en las deudas, la precariedad y la frustración, y quizá —solo quizá— bajará la cifra del desempleo, pero eso solo será señal de que aumentó la explotación.

 

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