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Juventud masacrada… una y otra vez

Yolanda Ruiz
27 de agosto de 2020 - 05:00 a. m.

En Colombia los muertos de la violencia son jóvenes. Llevo 35 años relatando masacres y desde el primer cadáver que vi, el de una jovencita que no llegaba a los 18 años, me ha impactado tanta juventud perdida por la violencia. En toda masacre, en todo enfrentamiento, en todo acto de terror mueren jóvenes que no tendrían que morir. Han sido la mayoría de las víctimas de los tantos años que llevamos en este oficio de matarnos. Jóvenes que necesitamos vivos para que hagan algo con esta sociedad porque a los mayores nos quedó grande.

Jóvenes, los masacrados en Samaniego. Jóvenes y menores de edad, los de Cali. Jóvenes también los soldados y policías que caen uno a uno en noticias dispersas que poco conmueven. No son héroes, son jóvenes sacrificados en una guerra que no es de ellos. Jóvenes reclutados por guerrillas, paramilitares y grupos varios para ponerles un fusil en las manos cuando deberían portar libros y sueños. Alguien me escribió en Twitter que no llorara tanto por los muertos de las últimas masacres porque “por algo los mataron”. En esa frase está la raíz de nuestra desgracia: la vida no vale y siempre hay quienes pretenden darle sentido a la violencia.

Mientras tantos encuentren razones para justificar los asesinatos, no tenemos salida. No importa quién sea el muerto ni de dónde venga. No importa qué bandera levante o qué pecado tenga, no se puede justificar un asesinato. Si no encontramos la manera de poner la vida primero, no hay medidas, estrategias ni investigaciones exhaustivas que atajen el desangre y las masacres. Sí. Masacres. Aunque nos duela y nos den ganas de correr y de vomitar, hay que llamarlas por su nombre: ¡MASACRES!, y hay que mirarlas de frente para que nos duela cada muerto. Que hemos vivido otras masacres peores, es cierto. Que nos tocó ver cadáveres cortados con motosierra bajando por los ríos en el pasado, es cierto. Que cinco o seis muertos son pocos frente a lo que han dejado otros hechos de terror, es cierto. Sin embargo, nada de eso les quita el dolor a las madres que enterraron a sus hijos en Cali, Samaniego, Leyva, Arauca, Tumaco. Que alguien vaya y les explique a esas familias que “esto no es tan grave” como lo del pasado. Que alguien tenga el coraje de decirles a los sobrevivientes que estos muertos no son tantos.

¿Cuándo fue que desapareció el respeto por una vida? ¿En cuál de nuestras guerras perdimos el sentido de lo humano? A los jóvenes los reclutan desde niños y ahora dicen que se fueron “por su propia voluntad”. A las niñas las violan, a los estudiantes los matan cuando llevan una tarea. Esta sensación de impotencia la he vivido una y otra vez. Ahora, cuando todo indica que Salvatore Mancuso se llevará para Italia las verdades que nos debe, recuerdo el escalofrío que sentí cuando vi el reporte de sus delitos. Fue hace años. Hacía mi trabajo periodístico y quien era su abogado en esa época me mostró el documento que iba a presentar en Justicia y Paz. Era un archivo de Power Point en el que se relataban centenares de hechos de violencia. Me impactó ver la anotación que tenía cada caso porque en un par de líneas se daban las “razones” de las muertes. No había sangre ni cuerpos destrozados en esos gráficos. Eran cifras, nombres, lugares, pero me sacudió hasta los huesos. Era tal el nivel de deshumanización que entendí lo perdidos que estábamos.

Años después es lo mismo. Las masacres de entonces buscaban, como las de ahora, meter miedo, generar terror, paralizar a las comunidades. Nada justifica que sigamos contando masacres, que sigamos enterrando jóvenes. Los necesitamos vivos para que cuestionen al poder, para que pregunten y critiquen lo que hicimos los que vamos de salida. Los necesitamos vivos para que cambien esto y encuentren la manera de acabar las guerras que les hemos heredado.

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