Cabeza de Medusa

La ardilla

Isabella Portilla
11 de agosto de 2017 - 08:43 p. m.

Conocí a Tom un invierno, en la salida de Penn Station. Y fue curioso verlo sentado en el andén mientras una ardilla le mordía las manos. El animal ya le había trozado la punta de los guantes y poco a poco le carcomía los dedos. Cada vez que le clavaba un mordisco, la ardilla saltaba como queriendo celebrar su hazaña. Después se concentraba otra vez en cercenarle las manos. 

El gentío caminaba convulsamente bajo una ligera lluvia de nieve y nadie reparaba su atención en el joven, excepto un abuelo vestido de blanco. El hombre se detuvo consternado por unos minutos en la puerta, hasta que decidió preguntarle a Tom por qué dejaba que la ardilla le hiciera daño. 

No puedo hacer nada, le respondió Tom. Yo iba a tomar el tren, pero la ardilla me detuvo, me tumbó en este piso sucio y me atacó. Yo quise mandarla lejos, pero las ardillas son muy sagaces y cada vez que intentaba defenderme, quería saltarme a la cara. Me resigné a que me mordiera las manos, pero ya me está dejando sin dedos.

¡Cómo va a dejarse vencer por una ardilla!, dijo el abuelo indignado. No es sino pegarle un tiro para que lo deje en paz.

¿Pero cómo? Yo no tengo ningún arma. ¿Usted tiene alguna? ¡Ayúdeme! 

Con el mayor de los gustos, dijo el abuelo. Sólo tengo que ir a la casa a traer la pistola. ¿Me esperaría unos  minutos? 

No sé, respondió Tom casi desmayado. Después de que el color le volvió a la cara, le dijo al abuelo: nada perdemos con intentarlo, de todos modos. 

El abuelo asintió, se fue apresuradamente y le gritó desde la boca del metro a Tom que no tardaría demasiado.

La ardilla había estado escuchándolos mientras se roía una falange. En ese momento me percaté de su inteligencia: se terminó el bocado y corrió hacia la esquina de la 34, al filo de la avenida, logró asegurar el impulso necesario y de tres saltos fue a parar directo a la boca de Tom. De un mordisco le arrancó un pedazo y el hombre cayó de espaldas. Al tiempo que sus ojos se cerraban, miraba cómo la ardilla moría ahogada en su propia sangre.

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