La bestia humana

Columnista invitado EE
19 de septiembre de 2019 - 05:50 p. m.

Por: María Victoria Arnedo

El hombre moderno es una especie apática. Durante mucho tiempo se autoconvenció de que, por poseer raciocinio, era la coronilla de la escala de valor entre todo lo vivo, lo pasado, lo presente y lo porvenir. Este fenómeno fue llamado «especismo» por el psicólogo británico Richard D. Ryder, quien lo definió como la «creencia según la cual el ser humano es superior al resto de los animales, y por ello puede utilizarlos en beneficio propio». El hombre nunca se detuvo, pues, en que tener alas, bronquios, GPS natural incorporado, o capacidad de mimetizarse en segundos también son dones impresionantes con los que no nació. Por el contrario, con la certeza de su superioridad, desarrolló un sinnúmero de disposiciones para siempre resultar favorecido en la naturaleza. En algún punto de la historia, tal uso de la razón se extravió y hoy nos estamos preguntando: ¿No que éramos los más inteligentes? ¿No que éramos los líderes, los amos y señores del orden del mundo? Y si sí, ¿por qué entonces hemos debilitado a un punto crítico la oportunidad de un futuro plausible?

De seguro habrá escuchado algo sobre el calentamiento global o el hecho de que hay una crisis ambiental. Claro que, con el actual flujo acelerado de información, todo eso ya resulta tema viejo. Muchos hemos oído sobre el exceso de gases de efecto invernadero desde pequeños sin inmutarnos demasiado. Esto es lo normal, empezando porque ha sido una lección de cuaderno que enseñan en primaria con el tono estándar en que se imparte factorización u ortografía, mas no con la conmoción propia de las emergencias desastrosas. Esto condujo a que, de entrada, no nos sintiéramos parte activa del problema, aunque este fuera catastróficamente grave.

Mientras usted lee este artículo desde su dispositivo digital sin causarle daño a nadie, toda clase de perversión contra la vida está siendo cometida y, peor, acallada con artimañas publicitarias que nos adormecen a todos, sin excepción. Lo sabemos, pero lo desconocemos. Si alguien nos insta con estas reflexiones, nuestra primera reacción suele ser de escepticismo, y entonces nos declaramos amantes de la naturaleza y recicladores empedernidos. Otros, negacionistas, piensan: ¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Pues nada. Acto seguido: Si te vi, crisis climática, no me acuerdo, la vida es corta.

Supongamos que esto es predecible dado el statu quo dominado por unos pocos, cuyo único objetivo, separado de los intereses del desarrollo sostenible, es especular con las fluctuaciones del mercado para enriquecerse en magnitudes desalmadas. Esto quiere decir que los grandes industriales, sobre todo los de combustibles fósiles y productos con base animal —dos enormes vejestorios—, tienden a manipular el consumo de la población mundial de la mano de la publicidad y los medios de comunicación. O sea, ellos deciden lo que usted se come y cómo usted se viste y se desenvuelve en sociedad. Le hemos entregado ese poder sin rechistar. Nuestra salud, nuestra calidad de vida, el futuro de nuestros hijos.

¿Quién no ha visto el dibujo de una gallina divertidísima de ser caldo, o a una vaca feliz tomando un vaso de su propia leche en señal de nutrición? Sin embargo, ¿cuántos hemos recibido información apropiada y oficial sobre las implicaciones ambientales de la ganadería en todas sus escalas, o sobre las desgarradoras prácticas de maltrato animal para el dispendio humano, o al menos sobre la anacrónica explotación de energías no renovables? Verá usted, amable persona que lee, no solo hemos sido víctimas de un anestesiado sistemático, sino también replicadores desconectados y es imprescindible que nos enteremos. ¡Pero eso era para ayer!, porque en esto cada segundo de nuestro desdén reproduce la masacre y condena la existencia en este mundo como la conocemos.

Para poner los pies sobre la Tierra

¿Está usted consciente de que quedan once años de plazo para que las consecuencias del ritmo actual de emisiones de CO2 sean irreversibles y fatales para la vida? Así lo advirtió en 2018 el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático de la ONU (IPCC), calificando la situación como «un último llamado» para que el planeta continúe siendo habitable mucho después de 2030. Aun así, insólitamente, a nadie le urge, eso es después.

Pero hagamos ciertas aclaraciones. Primero: desde su formación, la Tierra ha experimentado diversas convulsiones atmosféricas como glaciaciones, colisión de meteoritos descomunales, explosión de supernovas cercanas o el comportamiento de ciertas especies, como microorganismos patógenos. Estas crisis han provocado cinco extinciones masivas de las que da cuenta la ciencia, la última fue en el Mesozoico con la aniquilación de los dinosaurios debido a un meteorito. Sí, señores, ya van cinco Apocalipsis cumplidos y contando, porque hoy, en pleno Antropoceno —la era del ser humano—, atravesamos la sexta desaparición masiva y, como hecho sin precedentes, esta vez la humanidad es la única responsable.

Prueba de ello es que, en la actualidad, se están extinguiendo unas 150 especies animales cada día, advirtió Ahmed Djoghlaf, secretario ejecutivo del Convenio sobre la Diversidad Biológica de la ONU, en la conmemoración del Día Internacional de la Biodiversidad 2017. Se tiene que desde la centuria de 1500 han desaparecido 322 especies de vertebrados —los mayores afectados—, según informó en 2017 la PNAS, revista oficial de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos; lo que debería ser una bofetada de realidad para don Trump, pero el hombre no lee. Entonces, no es que el planeta esté propiamente en peligro, en realidad él puede solo, con o sin habitantes. Es la existencia de población la que corre un riesgo inminente, lo que no es poco, pero no lo hemos entendido a escala realista; y así, de forma grosera y francamente absurda, el ser humano sigue creyéndose el patrón del mundo y sus alrededores.

Segundo: conscientes de lo anterior, lo inaplazable ahora es adoptar planes radicales y firmes para transformar nuestros hábitos actuales de consumo y producción. Para empezar, es necesario dejar de creer que la crisis climática es un mito urbano que quizás ocurre en un país lejano que no conocemos; o que es una lección de colegio que ya pasamos, o parte del carretazo de los grupos de izquierda por los que no votamos porque «son mamertos». Esta es una situación real, palpable, respirable, comestible, ¿desechable?

En este punto, me pregunto si seremos capaces de ahorrarle a la siguiente generación la infamia de vivir en un mundo sin agua dulce, comida o territorios habitables, lo que la confinaría a una muerte prematura y angustiosa; la misma que eliminó casi en silencio a los cientos de especies que ya no existen sobre la Tierra desde hace poco más de 500 años por culpa del ser humano, lista de la que pronto hará parte si no se instauran hoy verdaderas biopolíticas a nivel global. No obstante, de nada valdrán estas nuevas disposiciones si no surgen del interior de las comunidades y de la voluntad activa de cada persona en su entorno. No hace falta ser un superhéroe para reducir la ingesta de carnes rojas (si no es opción volverse vegano, que acaso sería lo ideal), emplear más el transporte público, la bicicleta o caminar en lugar del carro o la moto, comprar menos plástico de un solo uso, entre otras pequeñas prácticas que, aplicadas en masa, harían un cambio significativo en la atmósfera y en el panorama futuro.

Usted como yo probablemente se considera una buena persona, con valores éticos y morales, propósitos nobles, ambiciosos, y con una familia a la cual proteger; quizás hasta tenga un perro o un par de gatos. Si alguien le pregunta si se comería a su mascota en bistec, o si ordeñaría a su esposa recién parida por preparar un café cortado para la visita, pensaría que es una locura. Lo sé, se oye mal, pero lo cierto es que bonito no es. Sin embargo, un porcentaje inimaginable de nuestro consumo habitual (comida, ropa, productos cosméticos y de aseo, entre muchos otros) es innecesariamente de origen animal, pues existe gran cantidad de alternativas, muchísimo más económicas y sostenibles, para cubrir a plenitud las mismas necesidades. Aun así, defendemos nuestro amor por los animales, pero nos negamos a ver las atrocidades a los que son sometidos para que nosotros nos apliquemos crema antiarrugas o degustemos una entrada con foie gras en la cena de Navidad. Aunque se supone que el raciocinio es lo que nos hace especiales entre los seres vivos, esta desconexión de juicio es más común de lo que se cree.

Mentiras y desenlaces

Hace poco conocí la teoría de la disonancia cognitiva gracias a un taller de reflexión del que participé en el Museo Histórico de Cartagena, una tarde cualquiera de julio en que sin saberlo me esperaba la conmoción. El proyecto es una amplia investigación adelantada por la docente y artista multidisciplinar Saia Vergara Jaime, se titula ANIMA(L); trata sobre las intensas contradicciones de nuestra relación con los llamados «animales no humanos», y de cómo, creyéndonos una especie superior, los explotamos innecesaria e insosteniblemente para nuestro usufructo. ANIMA(L) consiste en un itinerario de charlas, talleres y una muestra plástica que, por cierto, estará expuesta hasta el 30 de septiembre en el MUHCA; así que, quien pueda acercarse, que no falte a su cita personal con el desconcierto.

La disonancia cognitiva es, en resumen, la teoría del autoengaño. Explica cómo las personas procuran que sus acciones correspondan siempre con sus creencias y valores; pero como no siempre se logra este balance, tienden a «acomodar» artificialmente su conducta o sus actitudes para evitar la ansiedad generada por un conflicto interno —la zorra dijo que las uvas estaban verdes cuando no pudo alcanzarlas. Esta teoría es relevante porque nos enfrenta con las graves mentiras que la sociedad repite a diario, con tal de lucir bien y continuar cómodamente con una rutina despiadada, aun por encima de quien sea, incluso de nuestra propia descendencia.

Por supuesto, amamos a nuestros hijos, amamos a los animales, y también a nosotros mismos, no obstante, construimos un complejo sistema con base en la legalidad, pero al margen de la justicia. He ahí la sanguinaria impronta de la que debemos librarnos: el apartheid, el holocausto judío, la esclavitud, el sometimiento de la mujer. Estas perversiones tuvieron el común denominador de la vigencia, sin embargo, por suerte, ciertas fracciones de la sociedad han comprendido que no existe el absoluto y que todo es discutible. En especial las relaciones de poder, que son móviles, reversibles e inestables según Foucault, lo que deja un rango de acción suficiente para que volvamos a poner el mundo bocabajo si lo decidimos desde el común. Los grandes cambios han pasado antes, ¿por qué no de nuevo ahora cuando se requiere de manera vital? Dele un vistazo a lo que viene haciendo Greta Thunberg, una adolescente sueca de 16 años que, desde el activismo escolar, ha agitado las prioridades de la agenda pública global en torno a la crisis climática y al pseudofuturo que estamos legando. Es tremendo.

A la luz de nuestra sociedad biocida, reiterada durante siglos, resulta incoherente creer que los animales humanos seamos lo más sofisticado o agudo entre todo lo existente. Seguir en eso a estas alturas de la historia no es otra cosa que bárbaro, además de que contraviene nuestra propia mirada despectiva sobre otras criaturas, cuando nuestro comportamiento y asunciones más visibles corresponden a la verdadera bestialidad, a lo aberrante, a lo bruto. Esa misma contradicción nos signa desde los anales de nuestras civilizaciones. Aristóteles, por ejemplo, el mismo que en su Política establece las bases del modelo social de supeditación del que no nos deshacemos aún, también sentenció que «en efecto, nada hay más monstruoso que la injusticia armada. Sin la virtud [el hombre] es el ser más perverso y más feroz, porque solo tiene los arrebatos brutales del amor y del hambre».

Este es el momento en que usted termina de leer este artículo y abre otro relacionado para continuar informándose, y saber qué y cómo hacerlo: es ese nuestro deber histórico, tanto suyo como mío. Pero si por el contrario usted y yo pasamos página y censuramos la turbación, nos estaremos asegurando de ser la generación que pruebe a ciencia cierta que, en efecto, es imposible que nuestra especie sea la estrella más brillante de la galaxia.

 

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