La Bruja buena del Sur

Sorayda Peguero Isaac
01 de septiembre de 2018 - 07:30 a. m.

A Ceferina Banquez le gusta cantar descalza. He pensado que subir a un escenario sin zapatos puede ser un modo de desnudarse. Séneca decía que para conocer las cualidades de un hombre es preciso examinarlo desnudo, sin patrimonios, sin cargos ni posesiones. Decía que esa es la manera de apreciar la calidad y la nobleza del alma humana, de saber si la grandeza de una persona está más allá de los engañosos dones de la fortuna. La tierra, la memoria de sus ancestros, sus hijos y el bullerengue, esa es toda la fortuna de Ceferina Banquez. De esos materiales está hecho su canto.

Ceferina compone un bullerengue cuando le duele una pena. Conversé con ella en Barcelona. Me habló de su infancia en Guamanga, de su desplazamiento forzado, de sus tías cantadoras, de sus sufrimientos y de las satisfacciones que le ha dado la música. Me habló del grupo de bullerengue con el que cantaba en María la Baja. Un día le dijeron que el grupo iba a cantar en Bogotá, que el viaje se armó muy rápido, de un día para otro, y que por eso decidieron que ella no los acompañara. Consideraron que Ceferina no había ensayado bastante. Ceferina, que solo podía ir a los ensayos de los sábados, protestó: “Pero si yo sé cantar igual que las demás”. Esa noche se fue a dormir con la pena de no haber ido a Bogotá, a cantar sobre una tarima y a visitar a dos de sus hijas, que se desplazaron de Guamanga a la capital por culpa de la violencia provocada por el conflicto armado. Ceferina compuso un bullerengue inspirado en su desencanto: No me dejen sola.

Antes de regresar a Colombia, Ceferina me dio su bendición. Cuando trazó una cruz impalpable delante de mi cara, fue como si la Bruja buena del Sur, la más poderosa del mundo de Oz, me tocara con su insólita varita. Ceferina tiene algo. Debería intentar explicarles en qué consiste ese “algo”. ¿Qué les puedo decir? A Ceferina le gusta caminar descalza por el monte, sentir el latido ingobernable de la tierra que siembra con sus manos negras y ásperas. Pertenece a una cultura que ha creado las cosas más importantes: la cultura campesina. Era la primera vez que viajaba al continente que ella llama “el fin del mundo”. Europa no la sedujo. Tras un mes de gira, tenía prisa por volver a Guamanga. Quería cosechar un arroz que, según me explicó, estaba a punto de pasarse. En Barcelona vio a los africanos que se dedican a la venta ambulante de productos falsificados, algo que la conmovió más que los edificios modernistas: “Cuando veníamos en el tren, vimos a tres negros que iban caminando con sus bolsitas para ponerse a vender en la calle, para poder ganarse la vida. Cuando viene la policía se van corriendo. Pobrecitos, me da una pena”.

La mesa en la que escribo este texto tiene una balda que uso para colocar libros que caben en la palma de una mano, como el de Ferdinando Camon: Un altar para la madre. En el prefacio, que el italiano escribió para la edición en español, dice que “una persona buena, por más que sea miserable, inculta, analfabeta, malhablada, vaya mal vestida y descalza, sea casi anónima, alguien a quien nadie fotografió, escuchó, ni agradeció nada, puede merecer la inmortalidad más que caudillos, banqueros, políticos, aventureros”. Creo que los tres hombres que Ceferina vio a través de la ventanilla del tren podrían acabar retratados en la letra de un bullerengue. Dice Ferdinando Camon que “no es la fuerza lo que salva a la humanidad, sino esa particular forma de amor que se llama bondad”. En algunas personas, esa forma de amor es una manera de estar en el mundo, natural, primigenia, como andar descalza, sembrar, cultivar, transpirar, cantar. Esa era la palabra que estaba buscando: yo les dije “algo”, quería decir bondad.

sorayda.peguero@gmail.com

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