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La caída de Petro

María Teresa Ronderos
28 de marzo de 2014 - 01:04 a. m.

Un ejemplo dramático de que la lucidez pública pasa por aprietos es la crisis de gobierno en Bogotá.

Gustavo Petro ha sido un político valiente, que ejerció con brillo su función de control político en el Congreso, denunciando mafias peligrosas que se habían apropiado de porciones del Estado con plata o plomo. No demostró, sin embargo, la dignidad de los grandes, yéndose apenas el procurador confirmó su apestoso fallo. No. Se aferró con micrófono en mano a su puesto de alcalde hasta que lo sacó el presidente Santos de un escobazo.

Claro que Petro se tenía que defender y proteger su proyecto político, pero lo hubiera hecho mejor dando un paso al costado. No obstante, este político corajudo, emblemático de un proceso de paz exitoso, se volvió de pronto uno desueto del siglo XIX, obsesionado con su honor personal, que arrastró a sus secretarios al punto absurdo de renunciar en masa, echando por la borda prematuramente una gestión, apenas cuando despegaban sus mejores ideas.

Ese fue el último de los errores de Petro. En estos dos años largos de gobierno, el alcalde desaprovechó a funcionarios expertos que le hubieran ayudado a encaminar sus ideas con mayor eficiencia. También desatendió consejos de quienes le advirtieron que sacar a los contratistas de la basura (y a otros) exigía filigrana jurídica si no quería ponerles en bandeja su cabeza. Y en estos días finales abusó de la solidaridad espontánea de la mayoría de los bogotanos —aun los críticos de su administración— que se pusieron de su lado.

Muchos sintieron que Petro simbolizaba el acceso al poder de unas ideas de igualdad social real excluidas de la agenda tradicional y eso, en la restringida democracia colombiana, no se podía sacrificar sin una razón más potente que una violación administrativa. A otros les dio rabia la evidente injusticia que cometía el procurador al echar de su cargo a un alcalde honesto y la saña con que le quemó su futuro político en la hoguera del sectarismo ideológico.

Petro, sin embargo, maltrató esa disposición tolerante de los ciudadanos con su reiterada montonera de balcón, los viejos improperios de manifestación callejera. La persistencia de esa imagen dejó el amargo sabor de que los petristas no veían al gobierno como una oportunidad para trabajar por la ciudadanía más excluida, sino como una revancha histórica; como si hubieran llegado ahí por revolución y no por un magro voto popular. Por eso cuando el presidente sacó al alcalde se sintió un alivio, como si el molesto episodio ya hubiera pasado, aunque en realidad el gobierno siguiera en interinidad.

Ahora el candidato Santos consulta, verifica y se hace el estricto cumplidor de la ley para escoger de una terna de Progresistas a un alcalde que convoque a elecciones. Dicen los medios que quiere alargarle la palomita a su designado Rafael Pardo, a quien ya se ve gobernando con seriedad, para pescar votos en río revuelto. No es raro que nos ponga a debatir galimatías legales para disimular sus ambiciones.

Corren tiempos opacos en Colombia, de políticos vacíos de ideas que se aferran al poder y de líderes que se pegan al derecho sin buscar justicia. Así como Santos no está rescatando a la capital del país de su embrollo institucional, sino usándolo para intentar ganar la próxima elección, el procurador no imparte justicia al echar e inhabilitar a Petro, sino que extiende la influencia de su dogma, y al preocuparse más por proteger su propio sitial en el poder que por la gente a quien dice servir, Petro está quedando en su mismo nivel de pequeñez.

 

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