La casa, un nuevo día todos los días

Cristo García Tapia
02 de abril de 2020 - 05:00 a. m.

La casa es eso, un decir. En realidad, yo vivo en un apartamento, en el tercer piso de un edificio con nombre de jardín bíblico, al que le antecede otro, de su misma altura y diseño que incorpora, como el que le sigue y dos más que se erigen en el dintorno, una toponimia, que no arquitectura, caracterizada por la preeminencia de nombres alegóricos.

En esta morada llevo tres años con mi mujer de toda la vida, antes viví en una casa con patio, la que aún llevo a cuestas con su fardo de querencias, memorias y nostalgias; con sus fantasmas de medianoche, las lluvias de agosto y la candela de marzo; con el aire y la luz sin usar de los ausentes.

Hasta hace veinte días en esta casa que ahora vivo, que no es casa como queda antes dicho, y cuando esta parte del mundo aún vivía sin interrupción su estado inmutable de cotidianidad, nos visitaban con frecuencia nuestros nietos e hijos, igual que amigos de toda la vida y conocidos de otra edad, y de otras tierras, de paso por estas.

Ahora, ya no vienen unos ni pasan otros, pero igual y con mayor intensidad, percibimos con el corazón, con los ojos y oídos, sus presencias, el eco de la voz y la guitarra de Isaac y Matías David, los trazos y dibujos de Juan Diego, la belleza humana, sin afeites, de Valentina, la misma sonrisa de niña de ocho años de Carolina, la valentía de buen mozo de Cristian Ricardo, su aire de gentilhombre.

De mis versos al alba o a la medianoche, del vigor y la buena salud visual y mental de mi centenaria madre, o del invierno que aún se solaza con los peladeros del verano, converso todas las tardes con mi mujer, horizontal, undívaga, almendra despojada de su cascara, en las visitas de novios que nos hacemos en los lugares más inesperados de esta morada que tiene, todos los días, uno y múltiples por descubrir:

Una pared transparente que cambia de color conforme el sol dispone sus rayos en el transcurso de su perpetuo movimiento; un

mirador desde el que vemos flotar, entre azules y verdes, el cosmos y en sus constelaciones el más luminoso de los agujeros negros; un pasadizo por el que fluye musical un viento delgado y una neblina con olor de lluvias de alhucema.

El canto del pájaro de la melancolía, el rojo nostalgia de los crespúsculos naufragando cada tarde y resucitando en cada amanecer.

De códigos, leyes y jurisprudencias, de su pueblo entre altas colinas y arroyos de oro y vidrio, me habla una tarde mi mujer; otra, del pequeño jardín de trinitarias enanas, siempre en floración, que cultiva en la terraza con desvelo de niñera de la realeza; del sínodo de los durmientes diurnos.

De cómo aprendió conmigo a mirar y a descifrar en las nubes, en su fugacidad, tonos y formas, otros universos, etéreos y vaporosos, el signo de los tiempos por venir, sus señales y destinatarios…

A encontrar en la casa un nuevo día todos los días; una nueva forma de dormir y soñar cada noche y de sentarnos a la mesa al desayuno a contarnos los sueños por venir; de empezar el día con ambos pies y extender nuestras manos más allá de la cabeza; de ayudarle a Penélope a tejer el manto imperfecto de la fidelidad; a Sísifo, a levantar, entre risas y cánticos, la roca sin peso de su distracción…

* Poeta.

@CristoGarciaTap

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