La Michelada

La cena clandestina mejor guardada de Bogotá

Michelle Arévalo Zuleta
15 de noviembre de 2018 - 05:00 a. m.

Cenar dentro de un museo, en un sótano, en una casa de un desconocido, en un hotel en construcción o hasta en un edificio abandonado, estas son las propuestas de algunos chefs o creativos detrás de las llamadas cenas clandestinas, que están cada vez más en tendencia a nivel mundial. Experiencias únicas que se vuelven  un secreto gastronómico que como “El club de la pelea” la regla es, “ nadie habla de ellas”.

Cada vez estas cenas son llevadas a otro nivel de intriga y misterio, razones por las que me fui a vivir una y por las que pido se me guarde el secreto con recelo. 


Para cocinar este plan se necesitaron los siguientes ingredientes: una casa antigua, preferiblemente de esas imponentes, difíciles de ignorar, su piel debe ser  firme y su color rojo vivo. Está de suerte si es esquinera y en un barrio tradicional de la ciudad que tenga nombre de político colombiano y     que  escondan  pasadizos secretos e historias de miedo.

Luego agregamos a un  empresario y amante  de la comida de nombre Juan Felipe Gómez,  asegúrese que venga de una familia apasionada por el campo y  que lleve más de  12 años convirtiendo un pasatiempo en un negocio consolidado con una tradición familiar. Después ponga  a   tres personas de diferentes regiones del país, dos de ellas pueden ser millennials y la otra de mediana edad, deben estar con la mente abierta y el estómago limpio, sino puede estar arruinando su plato; por último necesitaremos, un chef experto que se llame Andrés Linares y dos cómplices muy dulces que tengan conocimiento sobre cada plato y cada vino. Es importante agregar gotas de misterio, lo suficiente para generar expectativa.

Empiece a cocinar a fuego lento por casi cuatro horas,  vaya agregando vino en pequeñas cantidades y vaya metiendo cucharadas a la conversación para medir la sazón. 

“Gaitan existe para tomar a la vida por sorpresa” dice la carta que me entregan en las manos, pero la sorpresa fue mía cuando al reverso encuentro un menú hecho especialmente para esa noche. Unos platos que no se repetirán, lo cual no solo hacen que esta experiencia sea exclusiva, sino que dejan la melancolía en el paladar. 

La primera entrada es la vía que conduce al mar, con una croqueta de robalo con salsa de coco loco, seguida del bisque de mariscos en salsa de tamarindo que sorprende por el chicharrón  que se asoma en el plato tímidamente, hasta que al probarlo co protagoniza una novela culinaria no muy común, pero con un final feliz en mi boca. 

Haciendo pausas para probar el vino que cambia con cada plato, aparece enredado en un tenedor, un fetuccini en salsa  de tomates chili y burrata, el tamaño ideal para quedar antojados y hacer espacio a las gambas con aguacate en leche de tigre y maíz, que a la luz de las velas resaltan cada línea y color como un perfecto bronceado.  Para terminar, el chef  hace presencia para cortar ante nosotros, un cochinillo a las brasas en salsa de sandía y jameson, el cual acompañó muy bien con una ensalada de cítricos parrillados, con queso de cabra y vinagreta de chiles y gulupa. 

Ansiosa por el postre, no pudo estar más arriba de mis expectativas, una pannacotta de piña colada y un postre de islas flotantes de vainilla y licor de almendra, las cuales  ponen el sello de cera sobre el sobre, para mandar una carta de felicitación a todos los que se arriesgaron a hacer esta cena, que no fue más que la felicidad clandestina. 

Pasar del comedor al  sofá capitoné del siglo XIX, hace que siga  extasiada y fascinada por cada detalle  del lugar, pues a donde miraba aparecía cada pieza pensada para evocar la época victoriana, esa donde los jeans no existían y los corsets apretaban las cinturas de las mujeres, donde el lema “menos es más” no  era una máxima, pues  menos era menos y más nunca era suficiente, tal y como lo fue esa noche. 

Mi viaje culinario  terminaba a la luz de las velas, rodeada de cortinas rojas que no daban a ninguna parte, con un vino en la mano y música envolvente que me hicieron querer  congelar el tiempo para quedarme ahí. 

 Las cenas  clandestinas son la oportunidad perfecta, no solo para redescubrir la ciudad a partir de experiencias, sino  para recuperar la noción de la comida como un ritual humano perdido en la sociedad de lo efímero, tal y como lo sugiere la casa Gaitan Magra (3185481081), dónde si quiere arriesgarse bajo su propio paladar, puede  llamarlos y esperar por la suerte de que su llamado sea respondido y usted elegido para semejante honor. 

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