La censura de los ofendidos

Carlos Granés
16 de febrero de 2018 - 03:45 a. m.

Son tantos y tan disparatados los casos recientes de indignación a causa de cuadros, películas y chistes que ya resulta difícil llevar la cuenta. Hace sólo tres años nos mecíamos los cabellos ante el intento norcoreano de censurar The Interview, una película que satirizaba el muy satirizable régimen de Kim Jong-un, y ahora resulta que el censor norcoreano no estaba tan lejos. Habitaba en la mente de los nuevos detectores de ofensas, ese escuadrón multicéfalo que se reproduce en las redes sociales y que, empuñando su alambicada cartilla de corrección política, abre fuego cada vez que un artista, un comediante o cualquier hijo de vecino hace uso de su libertad de expresión para comentar, criticar o satirizar algo o a alguien.

Veamos: un joven español implanta su cara con Photoshop en el cuerpo del Cristo de la Amargura y se arma un lío que acaba en un escándalo y una multa de 480 euros. Una artista blanca pinta el sepelio de un niño negro asesinado y el museo se llena de hombres amenazantes que se interponen para que el público no lo vea. Una película de animación hace un chiste sobre las alergias y una asociación de alérgicos pone el grito en el cielo y consigue que los productores se planteen autocensurar su obra. El sismógrafo de la indignación está que revienta. Fabulosos cuadros pintados hace decenios se descuelgan de los museos. Obras clásicas de la literatura se reescriben para purgarlos de contenidos ofensivos (la palabra nigger, por ejemplo). Qué sensibles nos hemos vuelto repentinamente. Todo nos agrede, todo nos convierte en potenciales víctimas. Nuestra frágil autoestima ya no soporta ninguna ofensa. Mucho menos si viene del arte, porque una idea ampliamente difundida y errónea nos dice que la cultura debe hacernos buenos, justos, virtuosos, y que por lo mismo nada que suponga mofa, sátira, crítica o alguna forma, así sea sutil, de ignominia puede ya ser tolerada como materia artística. Bienvenidos al tiempo de la censura disfrazada de progresismo.

La fácil indignación de estos tiempos es el reflejo de un cambio en las tácticas de confrontación política. La vieja lucha de clases dio paso a una política de las identidades, que trajo consigo una nueva forma de administrar las filias y las fobias sociales. Antes el odio se justificaba en términos económicos: me explota. Ahora tiende a justificarse en términos identitarios: me humilla. Pero el trasfondo es el mismo. La lucha entre diversos sectores de la sociedad por legitimar sus ataques, resentimientos y demandas, y por acceder a espacios de reconocimiento, desde los museos a las páginas editoriales.

Este cambio táctico no sería tan detestable si no fomentara la hipersensibilización a la ofensa y el victimismo. Es muy curioso que hoy tanta gente quiera sumarse a las procesiones de ofendidos, humillados e invisibilizados, cuando lo lógico sería lo contrario. No se trata de una repentina epidemia de masoquismo. Lo que ocurre es que el lugar de la víctima, a pesar de todo, reporta un privilegio. Permite ventilar los odios y los resentimientos camuflándolos de crítica social y de causa moral. Su efectividad está a la vista. El ofendido está haciendo callar al otro. Y esa es precisamente la trampa en la que no se podemos caer.

 

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