La ciudad rota

Diana Castro Benetti
13 de marzo de 2020 - 02:00 a. m.

Me quebré la segunda falange proximal del pulgar derecho. Fue en una clásica caída urbana, por etapas y en un segundo tan expandido que me dio tiempo para intuir lo que quedaría roto de mi destino. Acabé estirada en un andén de la ciudad con el dedo, las rodillas y el ego magullados, pero, aun así, soy de las señoras que tienen sus privilegios y los agradecen: me funcionan los reflejos, mi acompañante logró desenredar mi timidez y la EPS a la que estoy afiliada es, al parecer, transparente con sus finanzas. Descartando trancones y dudas, llegué a una clínica de primer nivel con protocolos de urgencias aceptables y, como fui atendida en el menor lapso posible, me sentí en un primer mundo lleno de las ventajas que da la vida en sociedad. Me fijaron un mes de incapacidad médica para recuperar el aliento del resbalón que di ese día a las cinco de la tarde.

El dolor me hizo retroceder millones de años. Vi al Homo Habilis y su excepcional regalo: el pulgar, ese dedo regordete que nos permite el juego y el agarre perfectos. Les dije adiós temporal a ciertas tareas cotidianas, como la de abrir un frasco, girar el pomo de una puerta o pelar una manzana. Hace unos días me dio pánico imaginar que estaba en riesgo este esfuerzo evolutivo y finalmente me pregunté cómo fue el tropiezo si iba ligera de equipaje, sin tacones y sin velos de moda que hubiesen podido confundir los pasos.

Repasé la escena y, dándole el porcentaje justo a mi distracción, recorrí en mi memoria el andén del suceso; me llené de indignación cuando caí en cuenta que caminar por Bogotá es un martirio. Hay exceso de ruido, agresividad y desconfianza; montículos de basuras y baldosas irregulares; huecos, charcos, tubos, rejas, ciclistas que gritan y novedosas patinetas que silban desde todos los ángulos. A esto se suman los bolardos, las alcantarillas sin tapa o las obras públicas sin terminar. La prioridad es siempre la del más patán y la señalización para el peatón, inexistente. Mi reciente lentitud al estilo flâneur me hizo ver que un peatón no es una categoría teórica, sino un señor de cierta edad, un niño con su padre, la vieja con el bastón, una joven y sus peinados, un tendero que vela por su familia. Para todos ellos las aceras son campo de batalla, porque el caminante bogotano, como en toda ciudad del siglo XX, fue arrinconado para darles paso a las ruedas de un barullo afanoso, gritón y contaminante. Esta ciudad que se vanagloria de su pésima idea de asociar rapidez con progreso no comprende aún la escala de su gente y, mucho menos, la de su gente sorda, ciega, coja, inválida, vieja y pobre. Sus calles son la evidencia de las desigualdades y del aterrador desdeño por el transeúnte. El peatón es como un fantasma al que, si le va bien, se le chifla para que se quite. El perfecto desplazado urbano.

El corto episodio de la fractura evidenció que mi mundo de privilegios, o el de cualquiera, solo podrá ser real cuando tengamos una ciudad de andenes decentes que permitan enterrar el odio al vecino y al desconocido, al viejo y al andrajoso, al loco y al inmigrante. Quiero imaginar que es en las calles donde escogemos las flores o los mangos de estación, donde la conversación es cordial como la gente y el respeto es ley, pero imaginar en este caso, es utópico. Sé que la esquinita rota de mi pulgar es la cicatriz de esta Bogotá demoledora que vimos nacer.

otro.itinerario@gmail.com

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