La ciudad y la memoria

Arturo Charria
27 de julio de 2017 - 02:00 a. m.
Este artículo fue escrito dos días después de su muerte. / Archivo El Espectador.
Este artículo fue escrito dos días después de su muerte. / Archivo El Espectador.

“Todas las calles que conozco son un largo monólogo mío”. Son los primeros versos del poema El transeúnte de Rogelio Echavarría. Como si se tratara de una calle que recorría una y otra vez, el poeta colombiano volvía frecuentemente sobre sus mismos versos: le cambiaba una metáfora, una coma; ajustaba el ritmo y la respiración de las palabras, porque la ciudad no era la misma y él tampoco.

Así, las calles de la ciudad en que crecimos se convierten en retazos de una vida en construcción y sobre las que solemos volver, como Echavarría a su poema. Son extensión de nuestras alegrías, de los amores efectivos y de los que se quedaron en el aire. Hay pequeñas tiendas en donde tejimos conspiraciones y también grandes amistades. Como un enjambre de siluetas nuestra vida está grabada en una ciudad habitada por millones de memorias.

Pero también hay otras marcas y huellas que están en la ciudad: son vestigios de un pasado que hoy parece brumoso y que para muchos no ocurrió. Porque después de las bombas rápidamente se reemplazaron los vidrios, se levantaron los cuerpos y nuevas paredes sellaron las esquirlas de los hechos. Por esas calles en donde el horror de la guerra fue disparo homicida hoy todos pasamos, sin escuchar el susurro de una memoria que está en el viento, y que a veces parece soplar con más intensidad en ciertos lugares de la ciudad.

Esos lugares son complejos y no bastan las placas de mármol para anunciar a los transeúntes que allí ocurrió algo que deberíamos recordar o, como mínimo, tener presente cuando pasamos por determinadas calles, por ciertas esquinas. Adicionalmente, esos lugares van transformándose y las memorias que allí se condensan se modifican por nuevos acontecimientos, pero también por nuevas experiencias y apropiaciones de quienes se relacionan diariamente con ellos.

Un espacio privilegiado en Bogotá para comprender estas tensiones puede ser la Plaza de Bolívar. Sobre ese espacio se concentra gran parte de la historia de la protesta social en Colombia; quienes exigen sus derechos desde allí esperan que la Iglesia, el Congreso, el Poder Judicial y el alcalde escuchen sus demandas. Pero esa misma plaza es la imagen detenida de un grupo de tanques cascabel que disparaban contra el Palacio de Justicia en noviembre de 1985. Sin embargo, para muchos colombianos de las regiones, la Plaza de Bolívar es un recuerdo feliz; pues tienen, en medio de sus álbumes familiares, la foto que se tomaron rodeados de palomas cuando visitaron la capital por primera vez.

Esa tensión entre nuestras memorias privadas y las memorias colectivas están en constante diálogo y en muchas oportunidades resultan complementarias. No se trata entonces de poner una placa más o un nuevo monumento en el espacio público, sino de generar dinámicas que les permitan a los transeúntes comprender las implicaciones de habitar un territorio y que este resulte constitutivo de nuestra identidad. De manera que habitar la ciudad se convierta en una experiencia de memoria en sí misma.

Por eso hay ciertas calles sobre las que nos resulta necesario volver, porque al igual que los versos de Rogelio Echavarría, hay algo de ellas que se queda en nosotros y que nos acompaña durante el resto de nuestras vidas.

*La fotografía es de Isaías Romero y su familia. Bogotá, 1979.

 

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