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La copa de la verdad

Héctor Abad Faciolince
31 de mayo de 2020 - 05:00 a. m.

La estrecha convivencia y la presencia constante de machos en la casa (en general un territorio más femenino) hacen que los temas cambien y se indague en intimidades de las que generalmente hablamos poco, especialmente los hombres. ¿Por qué? Por falta de interés, porque de eso no se habla, por exceso de prudencia y discreción, por asco, por temor al asco, por prejuicios, por bobada… En estos días, gracias a la plaga, mientras preparaba el desayuno me encontré una pequeña olla en la que hervía algo que me pareció un embudo de plástico. Pregunté qué era eso. Se rieron de mí: “¡Ay, bobo, es una copa menstrual de silicona! ¿No la conocías?”. Pues no, había oído hablar de ella, la había visto en foto, pero no la conocía en persona. Y como soy curioso y preguntón, me puse a averiguar. Aprendí mucho.

El de la menstruación es un tabú antiguo y pernicioso. En muchas culturas a la mujer se la declara “impura” o “sucia” durante las menstruaciones. Una parte sustancial de la misoginia se origina en la ignorancia, en el tabú que prohíbe mirar en zonas íntimas, en el ocultamiento de lo que es natural y fisiológicamente normal. En algunas religiones las mujeres no pueden ir al templo (mezquita o sinagoga) ni tocar a los hombres si tienen la regla. Ya no digamos compartir cama o tener sexo con ellos. En el Levítico y en el Corán se dictan normas estúpidas al respecto.

Para disponer cómoda e higiénicamente de la sangre que sale por la vagina se han inventado muchos métodos: toallas de trapo, de tela, absorbentes de papel y otros materiales, tampones con o sin aplicador, normales o antialérgicos. Estos medios, que son los más comunes, tienen varios inconvenientes, y el mayor de ellos es el precio. En una averiguación rápida por varias farmacias me entero de que su costo oscila entre $3.500 y $12.000, por diez unidades, dependiendo de la calidad. Esto quiere decir que, según la duración y cantidad de la hemorragia, a una mujer le puede costar, en promedio, unos $8.000 cada mes resolver el asunto. Digamos, en números redondos, $100.000 al año.

La copa menstrual de silicona que usan algunas mujeres de mi familia, la que vi hirviendo en el fogón, cuesta $50.000 y dura diez años. En diez años una mujer se gasta un millón de pesos en toallas sanitarias o tampones. En cambio la copa vale lo dicho, más la energía para hervir dos vasos de agua diez minutos. Eso es todo. Y no genera basura, lo cual le da una ventaja ecológica inmensa frente a las toallas tradicionales. La única dificultad —mínima— con la copa, es aprendérsela a poner bien las primeras veces, pero una vez aprendido no estorba, no se siente, se puede hacer deporte, correr, saltar, montar en bicicleta, nadar, ponerse traje de baño sin que nadie lo note, ir a la sinagoga, dormir en la cama sin miedo a las manchas.

Cuando pregunté en las farmacias los precios de las toallas sanitarias y tampones, aproveché para averiguar también si vendían copas menstruales. Respuestas: “Nunca hemos manejado esos artículos”; “Aquí ni por casualidad preguntan por eso”; “Esa es una cosa como de hippies o naturistas, no la tenemos”. Lo que no me dijeron, y donde debe esconderse la verdad, es que vender copas menstruales no es tan buen negocio para ellos, y sobre todo para los productores de toallas sanitarias y tampones. Estos últimos son los que se encargan de volver invisible esta solución tan cómoda, ecológica y económica. Especialmente para la población femenina más pobre de países como Colombia, el uso generalizado de la copa menstrual sería una gran liberación, un gran ahorro y una preocupación menos en la vida. Creo que entidades como Profamilia, Bienestar Familiar o las cajas de compensación deberían comprar copas masivamente, estimular su uso y enseñar a usarlas gratuitamente. Sería una pequeña revolución en las costumbres y un tabú menos, de esos dañinos y tontos.

Cuando ciertos temas se hablan, se ilumina la verdad, y la verdad libera.

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