La defensa de la autodefensa

Tatiana Acevedo Guerrero
16 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

El 16 de julio de 1958 informó la prensa sobre el crimen contra 10 campesinos en Tuluá. Ignacio Gallego, Octavio Soto, Jaime Duque, Julio Ancízar, Jacobo y Reinaldo Acosta, Libardo Orozco, Amadeo Fajardo y Dionisio Coconuco fueron asesinados por “hombres armados”. Unas semanas después, el 5 de agosto, 11 campesinos asesinados en Calarcá “por malhechores”. Entre las víctimas se identificaron sólo seis: “Isabel Lemus, Tulio Arias, Libardo Giraldo, Marina Cantor, Marcelino Mena y Emilio Giraldo”. En agosto 29 se reportaron los asesinatos “a manos de forajidos” de Jesús, Víctor y Rosalba Tálaga, Antonio y Daniel Chapeño y Gonzalo Cicué, en Corinto, y el 10 de septiembre, los de “24 campesinos en Natagaima”. Algunos de los campesinos fueron asesinados mientras participaban en tomas de tierras.

La prensa de aquellos días hablaba también sobre los tiempos de paz que se inauguraban entonces, tras el período conocido como “la Violencia” y los años en el gobierno de Rojas Pinilla y la Junta Militar. Con miras a disminuir la crítica desigualdad en la tenencia de la tierra, el gobierno de Alberto Lleras adelantaba, por ejemplo, políticas de reforma agraria tales como el plan de parcelaciones. Así mismo, se revisaba cada una de las medidas emitidas dentro del estado de sitio y se llevaban a cabo desmovilizaciones de cuadrillas armadas.

En ese contexto, la prensa más conservadora y alguna de más al centro expresaban su temor a “la entrada del comunismo relacionada con la oleada de invasiones de tierra” y se señalaba, por ejemplo, a Juan de la Cruz Varela como agitador profesional. “Resumiendo, concluimos que el principal enemigo que pueda intervenir la misión de las Fuerzas Militares lo encontramos en el campo interno, dominado por ideologías extrañas, de carácter marxista, ajenas a la cultura y a la civilización occidental”, afirmó, por ejemplo, un editorial de la Revista de las Fuerzas Armadas a mediados de 1961.

Fue entonces cuando surgió un debate sobre el porte de armas a manos de civiles. Por una parte, miembros de los gobiernos más reformistas pidieron fortalecer la prohibición de armas a civiles. Pero, por otra, muchos, incluyendo parte del establecimiento bogotano, abogaron por lo contrario. En el editorial titulado “El reino del pavor”, el diario La República explicaba: “Los agricultores piden a gritos que se les permita armarse, porque no puede negárseles el derecho a la legítima defensa”, y añadía que “en su raciocinio el Estado no tiene derecho a desarmarlos (…) el desarme de las gentes de bien es la garantía que confiere el Estado a los malos ciudadanos”. Para concluir, el editorial contaba cómo “el propio ministro de Guerra, general Sáiz Montoya, nos advertía alguna vez del peligro de desarmar a los hombres de bien, que eran los que estaban fácilmente al alcance de las autoridades”. Otro editorial parecido reiteraba la importancia de la llamada legítima defensa en un contexto en el que muchos de los grandes tenedores de tierra ya estaban armados. “Las armas en manos de particulares honestos”, escribieron, “pueden secundar eficazmente la acción del Ejército y contribuir a la gran tarea de paz en que todos estamos empeñados”.

Hoy en día, el Centro Democrático y el Partido Conservador le piden al presidente Iván Duque flexibilizar la restricción del porte de armas y dicen que “hay ciudadanos respetuosos de la ley que enfrentan constante amenaza y que por esto necesitan medidas de protección personal”. La defensa tan nuestra de la autodefensa, en tiempos en que las reformas se estancan y el Acuerdo de Paz se incumple, debería ser rechazada de plano con el conocimiento que nos da la historia reciente sobre sus resultados.

 

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