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La democracia en tiempos de crisis

Santiago Montenegro
16 de febrero de 2009 - 02:02 p. m.

CUANDO SALGA A LA LUZ ESTA COLUMna posiblemente sepamos ya quién ganó el referendo en Venezuela.

Como demócrata liberal, espero que el pueblo de Venezuela haya dicho no a la reelección indefinida. Pero, aún si Chávez pierde por segunda vez un referendo sobre la reelección, no me hago muchas ilusiones.  La democracia en Venezuela está herida, no de muerte, pero está gravemente enferma. Por cualquier otro medio, Chávez volverá a insistir para encontrar otra forma de perpetuarse en el poder.  Porque, pese a sus intentos de reorganización, las fuerzas democráticas en Venezuela no han podido revertir el avance del bonapartismo, situación que se ha dificultado por el entorno regional y la crisis económica internacional.

Por la situación regional, porque, qué duda puede caber, la democracia en América Latina está en retroceso. En muchos países, como Argentina, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, para no hablar de Cuba y otras islas del Caribe, los ejecutivos han debilitado, cuando no destruido, la separación de poderes, y los gobernantes sueñan con perpetuarse en el poder ellos mismos, o a través de sus esposas, o de sus hermanos. Es deprimente ver que demócratas de verdad, como Lula o Bachelet, viajan presurosos a fotografiarse con el dictador cubano o invitan a su hermano a presidir reuniones hemisféricas. En el mundo de las ideas, varios intelectuales encuentran inspiración y ponderan las supuestas bondades del populismo suramericano.  Por alguna razón extraña, el despotismo mantiene su magia en amplias regiones de América Latina.

Y si en nuestro continente llueve, en el mundo occidental no escampa. Porque los coletazos de la crisis de la economía mundial —la peor desde la Gran Depresión— se harán sentir sobre el modelo de la democracia liberal como sucedió después de la Primera Guerra Mundial y las crisis económicas de 1920-21 y la Gran Depresión. En esa época, en amplios círculos intelectuales y políticos se llegó a la convicción de que la democracia liberal era algo precario y pasajero que sería superado por supuestas formas superiores de organización social y de gobierno. Esa crisis intelectual se materializó en gobiernos fascistas y comunistas en diversas partes del mundo, cuyas consecuencias aún sentimos.

Como si todo esto fuera poco, más allá de coyuntura y la actual crisis, sería necio desconocer los grandes pasivos de la democracia en América Latina. En muchos países, no hemos logrado solucionar problemas elementales de acceso a la seguridad social, el desempleo, la desigualdad, la inseguridad o falta de infraestructura. Y, aun en los países más avanzados, la conformidad de intelectuales y políticos con un concepto minimalista de democracia ha hecho caso omiso de problemas reales que la están carcomiendo por dentro. Hoy en día, por ejemplo, se reivindica a Mancur Olson cuando señaló los peligros de las castas y grupos de interés, que se aferran al poder y sobreviven a los cambios electorales. Por su parte, en un libro reciente, José María Maravall argumenta la necesidad de incorporar a la teoría convencional y minimalista de la democracia una teoría sobre la información que necesitan los ciudadanos para distinguir entre los buenos y los malos gobernantes, ya que las elecciones difícilmente llevan a la representación cuando los votantes están precariamente informados.

Viejos y nuevos problemas amenazan, entonces, a la democracia liberal. Por eso, en estos tiempos de crisis, a los Chávez, Kirchners u Ortegas tenemos que responderles con las palabras de Alberto Lleras: “Cualquier cosa que nos ocurra bajo las reglas de juego es mejor que el juego sobresaltado, sin más reglas que la voluntad de uno solo”.

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