Colombia necesita sacudirse. No es posible seguir teniendo un país donde las empresas del hombre más rico pagan un millonario soborno a un viceministro para la adjudicación de una gran obra de infraestructura; donde los paramilitares, narcotraficantes y guerrilleros financian campañas políticas al Congreso, alcaldías, gobernaciones y hasta de presidente; donde un “caballero de industria” es postulado para recibir el reconocimiento como empresario del año, a pesar de que todo el mundo sabe que ha tenido vínculos con el tráfico de armas, el narcotráfico y la corrupción; donde el político más poderoso de las últimas décadas goza de todo tipo de vínculos, acusaciones e investigaciones que lo juntan a la más temible criminalidad. Me resisto a ello.
Hemos vivido por décadas bajo ese panorama y ya nada debería sorprendernos. Sin embargo, las noticias que día a día salen a luz pública dan cuenta de que la capacidad de asombro no tiene límites, al igual que la corrupción. Nos hemos convertido en un país terriblemente corrupto, pero también terriblemente complaciente con la corrupción. Y esto último es tan alarmante o más que la corrupción misma, pues, como diría Martin Luther King, “no me preocupa el grito de los violentos, de los corruptos, de los deshonestos, de los sin ética; lo que me preocupa es el silencio de los buenos”.
Leyendo la columna de Daniel Coronell titulada “Pulgar no está solo”, publicada en Los Danieles, no puede uno sentir nada diferente a rabia, indignación y escozor por la corrupción que allí se revela. El futuro exsenador Eduardo Pulgar, quien renunciará a su fuero como parlamentario ante la Corte Suprema de Justicia para procurar no solo una justicia que él cree más benévola sino la nulidad de todo lo actuado y de algunas de las pruebas en su contra, se refería al mundo del derecho —ese que en el Congreso, con sus votos, ayudaba a crear en cada ley que votaba por cuenta de un millonario sueldo que pagamos los colombianos— así: “Tú sabes que el derecho da pa’l lado izquierdo y pa’l lado derecho”. Lo anterior, sin olvidarse de hacerle el siguiente énfasis a su interlocutor en pleno soborno: “Tú me conoces, yo soy un tipo serio en todas las actuaciones de mi vida”.
Esto es Colombia: un país donde un parlamentario corrompe a la justicia porque considera que el derecho da para todo y que las cosas giran con la misma facilidad para un sentido u otro; no basta tener la razón, sino el billete para comprar a un funcionario judicial. Pero además es un país que da para que quien ello dice y hace tenga la desfachatez de considerar, sin siquiera sonrojarse y menos arrepentirse, que sobornar a un juez o a un magistrado en Colombia lo hace un tipo serio en todas las actuaciones de su vida.
Lo ocurrido con el expresidente Uribe, con otros parlamentarios y lo que posiblemente sucederá en el caso del impresentable senador barranquillero Eduardo Pulgar —primero haciéndose pasar por enfermo y ahora por senador renunciado— debería llamar la atención de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia para acabar con esa sinvergüencería de algunos congresistas de renunciar al fuero en búsqueda de dilación e impunidad. Ya es hora de que la Corte diga, bajo el principio de la perpetuatio jurisdictionis, como lo hay en otras especialidades del derecho procesal colombiano, que el fuero es irrenunciable.
La Corte Suprema de Justicia debe ponerse del lado de la lucha contra la corrupción, a pesar de que esta también la penetró en el escándalo del Cartel de la Toga. Si la justicia no se pone del lado de los buenos y de la sociedad colombiana, hampones como el senador Eduardo Pulgar se saldrán con la suya y será entonces verdad, tristemente, que “el derecho da pa’l lado izquierdo y pa’l lado derecho”.