La despedida del último poeta

Julián López de Mesa Samudio
23 de febrero de 2017 - 02:00 a. m.

Desde hace casi una década, El Espectador nos abrió este espacio llamado Atalaya. Sin embargo, en este tiempo muchas veces uno se pregunta a dónde llegan estos escritos de opinión y cuál es la relevancia de una columna.

Hace seis años conocí al último poeta, el maestro Heriberto Ariza, en San José del Guaviare. Ese día, temprano, me presentaron a un anciano prácticamente indigente que casualmente pasaba por el sitio en el que me hallaba desayunando antes de dictar un curso que por entonces daba con el Ministerio de Cultura. Recuerdo que me dijeron que era el gran poeta de la región, que había compuesto el himno del Guaviare y que había ganado cuanto concurso de poesía al que se había presentado. Recuerdo haber sospechado de semejante título y trayectoria, al ver a este viejo enjuto y demacrado, vestido con harapos y apoyado en una bicicleta roñosa. Empero, al hablar un poco con él me di cuenta de que estaba ante un espíritu completamente nuevo para mí. Uno de aquellos espíritus de los que sólo había leído en libros. Un verdadero talento poético, un rapsoda, uno de aquellos obsesos cuyo destino está marcado a fuego en sus almas.

Quedé tan impactado con aquellos minutos, que lo cité en la tarde para averiguar un poco más acerca de este ser excepcional cuya apariencia era, sin embargo, tan lamentable. Me contó cómo todas las noches algo lo despertaba y lo forzaba a prender una vela, a sentarse frente a uno de sus cuadernos y a escribir con un lápiz hasta el amanecer; muchas veces no sabía qué escribía, pero los poemas se sucedían, uno tras de otro, todas las noches. Me enteré de que no había pasado de tercero de primaria, que desde niño su bisabuela, amante de un general en la Guerra de los Mil Días, le había transmitido un vastísimo vocabulario y que su primer poema lo había compuesto a los seis años. El maestro había recorrido toda Colombia y había hecho cuanto trabajo había por hacer. Un día un poste le rompió la columna dejándolo discapacitado de por vida y sin la posibilidad de tener un trabajo estable. Viviendo de la caridad, en la indigencia, había llenado decenas de cuadernos de la poesía más elevada que yo haya escuchado jamás.

Pasamos toda la tarde juntos tomando tinto y mezclando las historias con la poesía; de esa velada me quedaron algunos poemas impresos que el maestro me regaló, junto con una foto que cargo en mi billetera desde entonces. Me marcó tanto este episodio, que unos meses más tarde escribí una columna aquí como homenaje.

Hace algunos meses empecé a pensar de nuevo en el poeta y un día, al sacar mi billetera, la foto olvidada del maestro cayó al piso. A la mañana siguiente llamé a una amiga en San José y le pregunté por el poeta. “Murió ayer”, me dijo. Lo único que acerté a preguntarle era cómo había pasado sus últimos días. La respuesta de mi amiga me alegró: después de publicar mi columna de homenaje y a pesar de que El Espectador no llega a San José con su impreso, el escrito fue leído por las autoridades locales. Desde entonces la vida del maestro cambió: no solo lo homenajearon varias veces, sino que le concedieron una pequeña pensión con la que pudo terminar dignamente su vida. Muchas veces, estas columnas no llegan a ninguna parte y cuando lo hacen, el ruido que crean se extingue rápidamente; sin embargo, muy de vez en cuando, logran ser relevantes.

@Los_Atalayas, Atalaya.espectador@gmail.com

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