La dictadura que, una vez más, se instala en mi país

Columnista invitado EE
12 de agosto de 2018 - 00:00 a. m.

Por Cynara M. Medina *

Siempre recordaré dónde estaba el 19 de julio de 1979. Seis meses antes, mi madre y yo habíamos llegado a Estados Unidos después de escapar de la violencia del régimen de los Somoza en Nicaragua. Tenía ocho años. Era un hermoso día de verano en San Francisco. Mis amigos y yo andábamos en patineta en el patio de nuestro complejo de apartamentos cuando la mamá de mi amigo salió y dijo: “Somoza se fue”.

Tenía nueve cuando regresé a Nicaragua. Todo era distinto y aún se podían ver las cicatrices de la guerra en mi ciudad natal. Toda una cuadra había desaparecido por una bomba lanzada desde un avión de Somoza; jamás la reconstruyeron. La llamábamos la manzana bombardeada y solía ser una referencia para ubicar otros lugares. Sin embargo, a pesar de la destrucción, había un sentimiento de emoción, de posibilidad, de libertad.

La revolución trajo un breve periodo de reformas sociales y económicas. En 1980, el gobierno sandinista comenzó la Cruzada Nacional de Alfabetización con el objetivo de acabar con el analfabetismo en el país. Entre marzo y agosto, miles de voluntarios nicaragüenses fueron a zonas rurales a enseñarle a la gente a leer y escribir. Mi madre fue una de esas voluntarias. Como era una profesora con educación universitaria y años de experiencia, supervisaba a un equipo de maestros. Yo la visitaba los fines de semana, pues la habían asignado a un pueblo que estaba a solo una hora en autobús de donde yo vivía. La acompañaba en sus rondas de supervisión y aprendí a valorar lo que estaba haciendo y lo importante que era.

A mi madre comenzó a preocuparle el sandinismo poco después de la Cruzada Nacional de Alfabetización. Aunque en un principio sintió el torrente de entusiasmo, pronto aparecieron los focos rojos.

Primero hubo una purga literaria, en la que sacaron todos los libros escritos en inglés de la biblioteca escolar y los quemaron, porque el inglés se consideraba el idioma del imperialismo. Después hubo ataques contra la Iglesia católica y los sacerdotes; como mi madre era católica no podía tolerar eso. Un día llegué a casa de la escuela y le dije que una joven de la Asociación de Niños Sandinistas había visitado nuestro salón de clases para invitarnos a unirnos. Había hecho que sonara atractivo, como unirse a un equipo de niñas exploradoras. Nos dijo que nuestro deber sería vigilar y reportar cualquier diálogo contrarrevolucionario, incluso de nuestros padres. “Eso es lo que hace un buen niño sandinista”, indicó la joven.

Mi madre me prohibió que me uniera. “En esta familia no espiamos a nuestros vecinos, a nuestra familia ni a nuestros amigos”, me dijo.

Han pasado 39 años desde el “triunfo de la revolución” y Daniel Ortega, el antiguo símbolo revolucionario, ha instituido una nueva dictadura en Nicaragua. Controla las cuatro ramas de gobierno, es el dirigente de facto de la Policía y tiene un complejo aparato de propaganda en sus manos. Con ese control institucional ha sido exitoso al presentar a Nicaragua como “el país más seguro de Centroamérica”. Claro que eso depende de cómo se defina la palabra “seguro”.

Ahora tengo 47 años y me encuentro en una situación conocida. De nuevo estoy en el extranjero mientras el caos se desata en mi país.

Las tensiones se tornaron violentas el 19 de abril, después de la agresiva represión a una protesta estudiantil en Managua para expresar descontento por los recortes propuestos a la seguridad social. El informe más reciente de la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos indica que 448 personas han muerto desde abril. La mayoría de los muertos son civiles y manifestantes y el saldo aumenta todos los días, sin una solución pacífica a la vista.

No obstante, estos sucesos no son las únicas formas de violencia en Nicaragua. De acuerdo con el reporte anual más reciente de Amnistía Internacional, la violencia contra las mujeres se ha vuelto cada vez más brutal, los ataques contra los defensores de los derechos humanos persisten y los crímenes violentos perpetrados contra las comunidades indígenas quedan impunes. En otras palabras, estos grupos no viven “en el país más seguro de Centroamérica”.

Desafortunadamente, la cobertura que ha recibido Nicaragua en la prensa internacional no ha sido suficiente. Un informe de 2011 por parte del American Journalism Review halló que el número de corresponsales extranjeros que cubrían noticias internacionales para diarios estadounidenses había “decaído drásticamente” por lo menos desde 2003. El Columbia Journalism Review reportó que “los periodistas que no salen de la oficina contribuyen a diario a los reportajes extranjeros”. Puesto que muchas organizaciones informativas dependen de servicios electrónicos para sus artículos, la cobertura de la crisis a menudo se reduce a listas, con titulares como “Cinco datos para entender las protestas en Nicaragua”.

Miles ya han escapado de la violencia política en aumento. De acuerdo con las autoridades costarricenses, se han registrado casi 8.000 solicitudes de asilo de nicaragüenses desde abril. A medida que la situación empeore, muchos más seguramente intentarán huir, lo cual probablemente generará una crisis de refugiados que se extenderá más allá de Centroamérica y quizá incluso llegue a Estados Unidos, tal como sucedió en los años 80. Para colmo, el gobierno de Donald Trump decidió terminar el programa de Estatus de Protección Temporal para los nicaragüenses el 5 de enero. ¿Qué será de las casi 2.500 personas forzadas a regresar a un país que está al borde de una guerra civil?

Los medios deben revelar la violación sistemática de los derechos humanos y los abusos que los ciudadanos nicaragüenses están sufriendo a manos del gobierno de Ortega, aunque sea para proporcionar un contrapeso a las mentiras, negaciones e incapacidad del régimen para gobernar y proteger a todos sus ciudadanos.

Los nicaragüenses viven en un país donde su presidente y vicepresidenta de manera rutinaria acusan a la oposición de intentar llevar a cabo un golpe de Estado mientras se refieren a los grupos paramilitares como “policías voluntarios”, y donde los médicos son despedidos de los hospitales públicos por proporcionar atención a los manifestantes heridos.

No nos equivoquemos: esta es una crisis de derechos humanos y está sucediendo a lado nuestro. El régimen de Ortega debe ser expuesto como lo que en verdad es, el regreso a una dictadura.

* Experta en estudios de medios y profesora adjunta de comunicaciones en Western Nevada College, en Carson City.

(c) 2018 New York Times News Service.

 

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