La diplomacia sirve entre contradictores

Eduardo Barajas Sandoval
15 de enero de 2019 - 05:00 a. m.

La diplomacia no es, en esencia, cuestión de buenos modales, mensajes encriptados, cocteles, hipocresía, elogios mutuos, declaraciones sonoras, protocolo exquisito para ocasiones fastuosas, sonrisas y “buena vida”. En cambio, tal vez sea el ejercicio más depurado de la política, pues exige abrirse paso entre iguales y es la habilidad de convencer de cada quién la que consigue resultados; sumada claro está al conocimiento del mundo, de la historia, de las culturas y de una geografía llena de gente y de problemas. Pero, sobre todo, es capacidad de escuchar, de comprender, de interpretar, y de obrar con franqueza, prudencia, y firmeza. De plantear con claridad, inteligencia, astucia, audacia, y dosis adecuada, los puntos de vista y los propósitos de la causa que se defiende.

El escenario más exigente de ejercicio de todo lo anterior no es el de los encuentros con los amigos. Así como solo un mar agitado exige y forma buenos marineros, las situaciones de dificultad hacen lo propio respecto del ejercicio de la diplomacia. Por eso los protagonistas de las relaciones internacionales deben entender que el escenario más exigente, y motivador, para el cumplimiento de sus tareas, es el de los encuentros con quienes representan puntos de vista e intereses contrarios. Y deben estar preparados para dialogar con ellos, sin dejarse impresionar, ni amedrentar, y sin amenazar, obedecer ni mostrar arrogancia, a sabiendas de que tienen creencias diferentes y representan modelos de estado, de economía y de sociedad opuestos a los propios.

En mayo de 1943, Joseph E Davies salió de Washington hacia Nueva York, para volar luego al Brasil, saltar a Senegal, proseguir a Egipto y viajar luego a Teherán, entrar en territorio soviético por Kuibyshev y llegar finalmente a su destino, en Moscú. Para entonces no habría sido posible atravesar Europa en plena guerra y entregarle personalmente a José Stalin una carta secreta del presidente de los Estados Unidos.

Según el mensaje, Franklin Delano Roosevelt quería reunirse personalmente con Stalin, a uno u otro lado del Estrecho de Behring, para hablar de diferentes materias, aún las más álgidas, sin ninguna limitación, con la sola compañía de un intérprete y alguien que tomara notas por cada parte. En lugar de usar el camino ordinario de la Embajada americana en Moscú, donde el clima no era seguro en favor de la iniciativa, el presidente prefirió acudir a Davies, quien había sido el segundo embajador de su país ante la Unión Soviética, y había hecho su tarea con ánimo respetuoso y constructivo, esto es sin la pretensión de controvertir el modelo político y económico adoptado por los rusos a raíz de la revolución, que difería sustancialmente del que él representaba.

Si bien ese encuentro de los dos líderes jamás tuvo lugar, a pesar de que en su momento Stalin manifestara su acuerdo, el ejercicio de aproximación realizado por Joseph Davies representó una oportunidad de intercambio de mensajes y sentimientos que resultaron importantes para el tono del manejo de la guerra por parte de dos aliados, practicantes y símbolo de ideas muy diferentes, obligados por las circunstancias a estar del mismo lado. Dentro de ese clima, Roosevelt y Stalin se reunieron más tarde en Teherán y en Yalta, con la presencia adicional de Winston Churchill,

La misión de llevar el mensaje, y traer el de respuesta, no había sido difícil para Davies, pues en sus tiempos de embajador en Moscú había logrado establecer una buena relación personal con el jefe del Kremlin de Moscú. Prueba fehaciente de que, en el ejercicio de la diplomacia, resulta de la mayor utilidad descubrir cuanto antes a la otra persona, detrás de los oropeles y el fausto de las apariencias, con la seguridad de que, corrido el velo, el trato directo, sin arrogancias ni prejuicios, resulta confortable y productivo.

Al terminar la guerra, Davies participó en la Conferencia de Potsdam, con rango de embajador. Luego recibió otra misión, que ejerció desde su casa de las afueras de Washington, con eficiencia y utilidad ejemplares. Se había entrado ya en la era de la Guerra Fría, y era evidente que las diferencias de apreciación y de intereses de los Estados Unidos y de la Unión Soviética se anunciaban enormes en la perspectiva de la segunda mitad del Siglo XX. Pero, precisamente por eso, y a pesar del lastre que para algunos representaba el hecho de que Davies había sido “demasiado cercano y condescendiente con los soviéticos”, la idea de que obrara como puente entre la Casa Blanca y la Embajada de la cabeza de la contraparte adquirió un valor enorme.

Se dice que buena parte de los mensajes de ida y vuelta entre los dos gobiernos encontraron para la época un canal privilegiado de comunicación a través de las recepciones formidables, o las reuniones pequeñas que, en ambiente típicamente capitalista, ofrecía Davies, con su esposa Marjorie Post. A ellas concurrían personajes de peso como el propio Andrei Gromyko, legendario jefe de la diplomacia soviética, que apreciaba a los anfitriones y mantenía con ellos una relación personal, según él mismo marcada por un parámetro acordado con Davies: “Cuando examinemos la situación de nuestras relaciones mutuas, debemos empezar por dejar a un lado las diferencias ideológicas y sociales de nuestros sistemas políticos”.

La experiencia de Joseph Davies puede servir para entender que no es necesario ponerse a toda hora solemne y ensayar un lenguaje estereotipado, ni cargado de adjetivos, para tratar asuntos álgidos de la vida internacional. Que lo hagan otros no implica que la reacción se tenga que producir en el mismo tono, porque así se alimenta un clima de animadversión y se propician escaladas de las cuales resulta después difícil, y lo mismo de vergonzoso, descender.

Hay que contradecir, sí, si es necesario, con claridad y sangre fría. Con precisión y objetividad. Siempre se debe buscar una zona de entendimiento, a pesar de las dificultades que representen las diferencias entre credos y sistemas políticos. Por lo demás, nadie es dueño, para siempre, de la vocería de ningún país. Por eso, todo lo que se diga se debe decir con el ánimo y la mirada puestos en el contexto de los requerimientos del presente, y también de los del futuro.

Con los contradictores es con quienes más resulta útil el ejercicio de la diplomacia. No hay mejor herramienta para manejar los problemas que se presenten. Para ello se deben explorar canales, obvios, sutiles, amplios o discretos, a través de los cuales cada una de las partes por lo menos se debe enterar, con el alma lo más tranquila posible, de lo que la otra piensa. La tarea se ha de desarrollar, eso sí, sin animosidad ni resentimiento, y con claridad sobre los propósitos, las opciones y las responsabilidades de cada quién.

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar