Al escribir el primer sustantivo de este artículo, “economía”, el computador donde escribo emite un breve sonido. Significa que acabo de recibir un nuevo mensaje de WhatsApp. Tengo la tentación de ir a verlo, pero me contengo. Cuando escribo “tentación”, en la esquina superior de la pantalla aparece brevemente un recuadro que me informa que The New York Times acaba de mandarme una noticia que me puede interesar. Sigo escribiendo y trato de concentrarme en lo que quiero exponer aquí: la dificultad creciente que tenemos de prestar atención a una sola cosa a la vez. Al terminar el párrafo suena el teléfono y es mi mamá; le tengo que contestar.
Me habla de mis hermanas, de las clases de costura que acaba de retomar, de que me compró una papaya muy buena, de lo que dijo anoche Yamid Amat. La interrumpo y le digo que estoy escribiendo mi artículo, que la llamo más tarde. Colgamos. ¿En qué iba yo? En lo difícil que es concentrar nuestra atención en una sola cosa. Mantener el “focus”, dicen en inglés, enfocarse en algo. Últimamente, para poder escribir de lunes a viernes la novela que quiero escribir, resolví poner un escritorio en el cuarto, apagar el celular, desconectar el teléfono fijo, sacar de mi vista cualquier pantalla o aparato electrónico, y tener a la mano solamente una libreta y el diccionario de María Moliner. Solo este método antiguo me libera de las innumerables distracciones del mundo contemporáneo. Si consigo trabajar dos o tres horas así, me siento liberado y feliz.
Desde hace un tiempo estoy intentando definir a qué le debo prestar atención y a qué no. Desde hace dos meses (6 de diciembre), por ejemplo, no entro a Twitter. Me di cuenta de que esa red social me robaba varias horas de atención diarias, de las cuales, si mucho, solo valían la pena unos pocos minutos. La atención, dice Howard Rheingold, “es un recurso limitado, así que debemos poner atención a lo que le prestamos atención”. Según Michael Goldhaber, “el profeta de internet”, vivimos en una época en la cual nuestro recurso más escaso, la atención, nos lo roban los más escandalosos, los más desvergonzados, los más mentirosos. Es muy difícil para alguien humilde, prudente y mesurado captar nuestra atención. Y esto sucede en la política, pero también en muchos otros campos. Como captar la atención da poder, asistimos a un espectáculo penoso en el que muchos compiten de maneras cada vez más absurdas por llamar la atención.
Varias cosas me interesan y quisiera poder concentrarme en ellas sin perder tiempo en lo que ocasionalmente (y en general por motivos equivocados) captura mi atención. Me interesan en este período, por razones obvias, las vacunas, la medicina, la inmunidad contra el virus que irrumpió en nuestras vidas. Pero no quiero distraerme con el escándalo de un científico decadente que enloquecido de envidia hace afirmaciones falsas. Mi atención es limitada y debo concentrarme solo en los sabios de verdad, no en charlatanes.
Me interesan los libros, la poesía, la literatura, las novelas, el arte, el cine, la música, las historias. Me interesan mis familiares y mis amigos, la gente que quiero. Me interesa la naturaleza, su disfrute y su protección. Me interesan la comida, el placer, el cuidado del cuerpo, el ejercicio. Me agobia la pobreza de muchos y me obsesiona la violencia de mi país. Me interesa aprender y que otros aprendan (es decir, la educación). Con estos solos temas puedo tener completamente copada mi atención cada día, más ocho horas de casi muerte temporal en el sueño, para que mis neuronas y mi escasa memoria se reacomoden y descansen.
Vivimos en una época ladrona de la atención, y como pasamos mucho tiempo en el mundo virtual, la explosión de distracciones allí es casi infinita. Si no definimos bien a qué le queremos prestar atención, estamos condenados a desperdiciar nuestro tiempo en tonterías sin importancia. Hoy, más que nunca, tenemos que desarrollar una economía de la atención.