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La educación sentimental de los varones

Vanessa Rosales A.
16 de julio de 2020 - 05:00 a. m.

La precisión de una escena. Un domingo que va a terminar. Siete varones que merodean el paisaje de Santa Cecilia y que visten uniformes militares deben sentir la temperatura de la tarde. Varones jóvenes con vidas diseñadas para recibir órdenes y empeñar armas. Así van ataviados, así transcurren sus horas – repitiendo rutinas, en estado de guardia. Debía estar descendiendo el fragor que anuncia el ocaso. Un vistazo a sus mentes, un repaso posible a las palabras. Quién incuba la idea. Quién traza el acto. De súbito, los irises se ocupan con una figura solitaria que transita ante las miradas. Una niña camina a solas. Siete varones la avistan y escogen abordarla. Herirla. Violarla. Violar a una niña. ¿Por qué esta acción formada? Qué impulsos palpitaron, qué aspiraciones, cómo ocurre – qué hay en ese marasmo de momentos sumados. Qué sucede en esas mentes que ven en el desamparo o la fragilidad de una presencia femenina una oportunidad para ejercer una fuerza envenenada. Un vistazo a los instantes exactos en que siete varones, conocedores de lo que implica su fuerza conjuntada al ser enfrentada a una niña sola, eligen dañarla.

La violación de una niña de doce años de la comunidad embera en Risaralda no es, saben bien quienes esto leen, un episodio insular. Las noticias bullen con escenas similares. Las cifras nos asaltan con una reiteración que esboza patrones. Las sumas marcan reincidencias sistemáticas. Es extraño, sin embargo, que la racionalidad de orden viril, -la misma que ha elevado cifras y datos a modelos creíbles de conocimiento-, no encuentre estas recurrencias numéricas como un elemento nítido para el reconocimiento rotundo de algo tan soterrado y estructural. La violencia hacia lo femenino, en sus numerosos niveles, sigue siendo recibida con cierta sospecha, ante nada con una hesitación aprendida en las enseñanzas de la misoginia también. El aprendizaje de que las cosas pronunciadas por las mujeres deben ser, necesariamente, algún modo de exageración. Niñas violadas. Más de cien cadáveres de mujeres en lo que va del año. Una exageración.

Las reincidencias revelan otros lemas. Que son varones los que predominantemente dañan de esta manera. Una enunciación, sustanciada de manera fáctica, que no niega ni las oscuridades ni el elemento malévolo en las mujeres. Pero cuya cualidad de recurrencia sí traza un certero patrón. Para describirlo con términos de racionalidad instrumental: es un comportamiento constante. No es excepcional. No es aislado. Es punzantemente frecuente.

Y allí otro lema: la regularidad que tienen estos escenarios de daño en realidades que se expanden en espacios y años. La obra de la premio nobel de Literatura Toni Morrison está atravesada por momentos demoledores donde las niñas existen dentro de un mundo en que la amenaza se inscribe en los terrenos que deberían resguardarlas. La configuración macabra del estadounidense Jeffrey Epstein y su maniática fórmula de acumular conductas parecidas nos revela otra versión. Y en nuestra geografía, las informaciones cuantificables tendrían que vehicular el reconocimiento de unas formas de herir que son sistemáticas. Cifras: desde enero hasta mayo, un número de 6.749 niños y niñas fueron considerados por Medicina Legal por posibles marcas de abuso sexual. La racionalidad viril tendría que dar crédito a las mismas fórmulas que ha consagrado como veraces.

Tropos y variables. Varones que ante la presencia de una figura femenina no eligen proteger sino dañar. Qué significa ser hombre. ¿Qué es un varón de verdad? Qué palabras son esas que atraviesan las consciencias de niños pequeños que van aprendiendo a ejercer actuaciones de virilidad “acertada”. En nuestros tiempos, cuando los remezones tienden a ser femeninos, donde la feminización de campos diversos se expresa desde el hastío que clama la protesta, hasta la inquietud estructural por analizar qué significa la presencia de más mujeres en ciertos terrenos, el foco se derrama allí, en lo femenino, precisamente. Aún cuando muchas acciones de violencia destilen de la orilla de la masculinidad, el foco se insiste esté sobre las mujeres.

Y sin embargo, nos urge observar la constelación de esa virilidad, de todo lo que nos revela en el plano estructural. Ser varón, en el caribe colombiano, donde me hice mujer, implicaba, por ejemplo, proveer robustamente, poseer el mando, la autonomía, la agencia. Implicaba tener licencias de libertad sexual que eran celebradas y nunca condenadas como sí lo eran en las mujeres. Era no feminizar ningún aspecto de la corporalidad o la gestualidad o de las preferencias; era aprender pronto y eficazmente a cosificar a las mujeres sin humanizarlas; a verlas en binarios, esposa o querida, puta o santa; enseñados a no verlas como a los amigos, a quienes se consideraba como cómplices y pares. Sea varón. No tema a los golpes, propícielos en aras de desplegar su fuerza temeraria. No exhiba sentimentalismos o blanduras, los varones no tienen emociones, ciertamente no hablan sobre ellas, poseen respuestas, eficaces, frías. Cosifican a las mujeres en las afecciones del deseo. Ven cosas, no humanas. No hay identificación con ellas. Se les ve ajenas.

Es amplia la constelación de lo “masculino”, de todo eso que hemos codificado como varonil. El modelo militar sirve como una metáfora. En toda su rigidez, sobrevive sobre la creencia de la fuerza que se arma y que está hecha para el horror de la guerra, para matar, para defenderse de la muerte con el ímpetu que destroza, donde no se permite ser humano. Imponer fuerza es un código de esa virilidad soterrada. El asunto con las codificaciones de este tipo, no podemos olvidar, es que en su prescripción se tornan sofocantes. Las expectativas de la virilidad dañan a los varones también. No poder vocalizar la emoción desde pequeños es una forma de daño. Tener que desplegar el cálculo de una gélida emotividad. Los muchachos que en este país asumen esos uniformes militares, en qué estructuras nacen, qué les es posible, qué se exige de ellos, qué aspectos de su posibilidad son coartados.

En esa virilidad emerge un aspecto particular: elegir dañar por encima de proteger. En sus expresiones más lacerantes. En las escenas adoloridas donde se hiere a una niña o a una mujer. Si bien las estructuras patriarcales que habitamos suprimen complejidad y libertades en las identidades viriles también, lo cierto es que la misoginia en los varones suele canalizarse en formas de violencia y herida. Es descomunal lo frecuente que es que las mujeres sientan sacudidos esas memorias de cuando fueron niñas. La dolorosa cantidad de mujeres que tienen enquistadas en sus experiencias este tipo de herida. En los días de torbellinos, ante el ímpetu de deslegitimar, valdría la pena evocar sus experiencias precisas.

Quisiera dirigir la mirada un poco más allá, quisiera recurrir a la capacidad iluminadora que tiene lo simbólico en el discernimiento de las cosas. Quisiera también detenerme en esas otras misoginias posibilitadas por un entendimiento de lo varonil que aprendió a descreer todo lo femenino, a sospecharlo, a ningunearlo, a percibirlo secundario e intrascendente. Un tipo de método varonil que ha sembrado la creencia de que hay algo en la voz femenina que no debe ser creído. Esa otra constelación de misoginias que transcurren en los afectos heterosexuales, por ejemplo, cuando los varones mienten, cuando escogen esa condescendencia hacia las mujeres, al no verlas pares, al no concederles la dignidad de un trato honesto. No activar una identificación con la experiencia que, en sus contrastes, pueden tener las mujeres. Es un tema de humanización. De ver a las mujeres no como mujeres sino como humanas. En su laberinto, estas dos expresiones de la virilidad están conectadas. Hablan de ese fondo amplio que es una estructura tan incrustada. Hablan de la necesidad de una virilidad que escoja no dañar, sino proteger, cuidar.

vanessarosales.a@gmail.com, @vanessarosales_

 

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