La encrucijada ante el terrorismo

Mauricio Rubio
31 de enero de 2019 - 05:00 a. m.

El carro bomba del Eln en la Escuela de Policía debería contribuir a que bajen de la nube quienes daban por descontado un acuerdo con una guerrilla pródiga en fanatismos.

“Todo policía o militar enemigo es un objetivo de guerra. (Los culpables) deberán ser pasados por las armas o degollados. Es recomendable emplear el degüello de estos entes infrahumanos”. Con estos lineamientos de Federico Krutwig en Vasconia nació Eta. El mismo político afirmaba que “para un pueblo oprimido, es imposible entrever otra posibilidad que la liberación nacional”. La misión es liquidar el sistema opresor, nunca llegar a acuerdos conducentes a reformas.

La autojustificación de las acciones armadas deshumaniza y radicaliza el enfrentamiento con el enemigo, que se deslegitima y termina siendo culpable por las acciones propias, así sean demenciales. Es común asignarles a las víctimas intenciones imaginarias que justifiquen eliminarlas. Al reconocer la autoría del atentado, el Eln acusó al Gobierno por no darle “la dimensión necesaria al gesto de paz” y alegó que mataba a quienes “luego realizan inteligencia de combate y conducen operaciones militares”.

La violencia se convierte en “imperativo ritual”, casi un fin en sí mismo. Conlleva autoafirmación, legitimación y cohesión interna del grupo; “da confianza y realidad a una causa que es remota e intangible… (es un) sacramento inmolatorio (que) engendra mártires”. La reflexión anterior, también referida al terrorismo etarra, ayuda a entender la lógica del Eln, cuyo himno proclama: “¡Ni un paso atrás… liberación o muerte!”. El fanatismo fundacional no se esfumó, sigue siendo característico del grupo.

Roberto Sancho Larrañaga, español especialista en conflictos e historiador de la UIS, compara los inicios de Eta en Euskadi con los del Eln en Santander. Señala varias similitudes: procedencia urbana, clase media universitaria y, sobre todo, fuerte raigambre católica. En ambas organizaciones tuvieron importancia definitiva sectores de la Iglesia inmersos en entornos con aguda problemática social. Un ícono del Eln es Camilo Torres, líder contestatario citadino que terminó inmolándose como guerrillero.

A través de Golconda, con la Teología de la Liberación, un sector de la Iglesia católica participó en el movimiento subversivo. La zona de San Vicente del Chucurí, donde el cura Torres hizo contacto con la cúpula del Eln, se convirtió en un santuario de la Unión Camilista. No es coincidencia que los españoles Manuel Pérez y Domingo Laín, personajes claves en la evolución de esta guerrilla, fueran sacerdotes. El cura Pérez “no se arrepentía de nada. Podía sufrir los reveses más aplastantes, pero quedaba convencido de haber obrado como tenía que obrar”, seguramente guiado por designios divinos. El Enemigo, con mayúscula, era ubicuo como el diablo. El ejemplo de Camilo atrajo por décadas incorporaciones a la guerrilla “por la causa de Cristo y la redención del pueblo colombiano”. Los ajusticiamientos internos se veían como un proceso de purificación. Uno de los muchos intentos fallidos de diálogo se denominó “Acuerdo de Puerta del Cielo”. El talante religioso abarcó las relaciones de pareja: por varios años se impuso el celibato, la homofobia era explícita y radical.

Un fundamentalismo tan bien cultivado lo complementaron décadas de guerra sucia e ingentes recursos provenientes de actividades criminales, como el narcotráfico o sofisticados métodos para negociar, no la paz sino extorsiones y secuestros.

La reciente acción terrorista generó una avalancha de opiniones, no violentas ni religiosas pero igualmente delirantes: desde recordarles a curtidos criminales su nuevo error político, exhortándolos a respetar la ley y la jurisprudencia, hasta percibir otra oportunidad para dialogar. Nostálgicos compungidos por la llave de la paz echada al fondo del mar, intelectuales con reiterada aversión al trajín político y burocrático, incluso exfuncionarios partícipes en marrullerías con el voto o flagrantes infracciones al Código Penal, por ejemplo, en operativos contra grandes capos, se rasgan las vestiduras ante el incumplimiento de un protocolo secreto.

Un antídoto contra las sugerencias ilusas y legalistas podría ser Mis años de guerra, de León Valencia, exeleno autor del mejor relato autobiográfico sobre la complejidad de la confrontación armada. “En la guerrilla anidaba también la desmesura, una suerte de alucinación idealista”. Es ilustrativa la referencia a combatientes del M-19 cuando volvieron de Cuba, a donde habían viajado para evaluar el ataque al Palacio de Justicia. El Eln acogió a Álvaro Fayad quien admiraba la fuerza del grupo en la Costa. “Decía que la estábamos desperdiciando” e imaginaba “la toma de Sincelejo como parte de una campaña militar con iniciativas similares en el sur del país. No lo veía difícil”. La mayor hecatombe del conflicto no disuadió de la violencia al grupo insurgente considerado modelo de apertura y disposición al diálogo político. Esta anécdota y la historia del Eln deberían bastar para calibrar la posibilidad de negociar con rebeldes mesiánicos, que además son mafiosos, e invitar a las barras bravas de la paz a que aterricen.

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