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La esquiva pandemia

Juan Manuel Ospina
06 de agosto de 2020 - 05:00 a. m.

En todas partes los humanos pensamos —con la razón o el deseo, poco importa— que la peste se acaba y en algunos países, inclusive, que ya pasó, que se puede volver a las mismas de antes. Es diciente, por no decir desmoralizante, lo que está sucediendo en Europa y en Oriente con China incluida, en países con grados diversos de disciplina social, sistemas de salud suficientes y que funcionan, niveles de pobreza y marginalidad en general pequeños. La pregunta es qué podemos esperar nosotros, tercermundistas, que nos suceda si en esos países, con condiciones bien diferentes a las nuestras, la plaga vuelve y con fuerza, como los incendios que se creían apagados y donde de pronto brota la llama de un rescoldo perdido, avivado por la menor brisa.

Lo primero es entender que el enemigo está libre, armado y acechando para metérsele en el cuerpo al que le dé tiro. En esto el coronavirus sigue la lógica de la naturaleza, pues sus presas son los individuos con un organismo biológico debilitado por la desnutrición, edad o preexistencia de enfermedades que han afectado o afectan su sistema respiratorio o de defensas. O bien porque viven en un entorno, en un organismo social igualmente debilitado, que no solo no les ofrece protección a sus cuerpos, sino que antes bien los hace vulnerables al ataque por el hacinamiento, por la falta de aire y espacio, de agua y en general de condiciones sanitarias mínimas, por una mala alimentación y aun grados diversos de desnutrición, y para rematar una tensión alta por la incertidumbre de una supervivencia económica amenazada.

Ahora bien, el camino no es huirle al bicho sino entender su comportamiento y adaptar el nuestro al suyo, siguiendo las tres sencillas recomendaciones de los virólogos, archiconocidas pero generalmente desobedecidas y que tendrían que volverse rutinarias y salvadoras, que habrán de acompañarnos durante un buen tiempo.

Para lograrlo, es necesario un manejo preciso y responsable de cierres focalizados y temporales en los puntos de reaparición de la infección, al igual que hacen los bomberos con el fuego rebelde. Es la estrategia del “confinamiento de acordeón” que ha planteado el presidente Duque, que ha tenido como contradictora habitual a la alcaldesa de Bogotá, quien precipitó la decisión de la cuarentena total de finales de marzo, cuando el ritmo y monto de los contagios era mínimo; le abono a Claudia López en esos primeros días el cierre del aeropuerto y la suspensión de espectáculos y conciertos masivos, decisiones oportunas y salvadoras de vidas.

Para rematar, se inició la reapertura de la vida ciudadana cuando la tasa de contagios empezó a subir continuamente, hacia el misterioso y esquivo pico del contagio. El resultado de la secuencia equivocada de las decisiones fue que la economía —ingresos y empleo informal, en especial— empezó a penar antes de tiempo y de manera innecesaria; además creció el escepticismo de muchos frente a la situación, al considerar que no era tan grave como la habían presentado y que el encierro estaba causando más problemas de los que se suponía evitaría.

El cronograma desfasado llevó a una apertura a contrapelo de la realidad. Sin embargo, la salida ahora no es echar marcha atrás, sino continuar con una aproximación gradual, de acuerdo con la evolución de los hechos, no sujeta a decisiones por conveniencia política. Eso sí, realizando con la experiencia adquirida lo que no se hizo antes en el país, salvo de alguna manera en Cali y Cartagena: explicarle a la gente con claridad y sencillez la situación e involucrar a las comunidades en su propia protección. Medellín, confiada en la tecnología, y Bogotá, confiada en el miedo y en la arbitrariedad de la autoridad, fracasaron. Son experiencias a tener en cuenta para reordenar el funcionamiento pospandémico de la sociedad.

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