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La eurozona arde, pero no se quema

Arlene B. Tickner
17 de febrero de 2010 - 03:02 a. m.

La actual tragedia griega, consistente en un inmanejable déficit triple —fiscal, en cuenta corriente y deuda pública— y niveles crecientes de descontento social, los apuros económicos de otros países “periféricos” como España, Italia, Irlanda y Portugal, y los pobres resultados de la eurozona —compuesta por 16 de los 27 miembros de la Unión Europea— en cuanto a crecimiento, han alimentado un fuerte debate en torno al futuro del experimento más avanzado que haya conocido el mundo en materia de integración.

Entre los pronósticos más pesimistas se incluyen el advenimiento de una crisis del euro provocada por la suspensión del pago de la deuda de Grecia y el efecto dominó que ello generaría, incluso entre las economías más grandes de la zona, en especial Alemania, su principal prestamista y el sostenedor de la estabilidad europea.

Según Paul Krugman, si bien la irresponsabilidad fiscal de los eslabones más débiles, como Grecia, constituye una parte importante del dilema que vive la eurozona —en especial porque el Banco Central Europeo no ejerce control sino sobre su política monetaria—, el verdadero problema se halla en el hecho de haber adoptado una moneda única antes de que el continente reuniera niveles suficientes de unificación política que permitiera a su vez una mayor coordinación económica. A pesar de lo anterior, es inconcebible la ruptura del sistema, justamente por el alto nivel de interdependencia que existe entre los integrantes de la eurozona, lo cual hace imperativo su preservación a todo costo.

A pesar de la difícil coyuntura económica por la que atraviesa Europa, las crisis en el Viejo Continente tienen aristas distintas que en otras latitudes, justamente por la existencia de una fuerte comunidad regional. En contraste, por ejemplo, con la crisis argentina de 2001, en donde ningún otro país estuvo dispuesto a intervenir para evitar su colapso económico, el de Grecia, España o cualquier otro miembro de la UE sería impensable. En gran parte por los niveles densos de intercambio, y la afinidad política, económica y cultural que existe entre sus miembros. Pero igualmente importante, por la conciencia compartida de que la inestabilidad de uno solo de sus eslabones equivale a la de todos.  Dentro de este tipo de comunidad “madura” —que cuenta con múltiples mecanismos de interacción política y social que han posibilitado la creación de una identidad colectiva a nivel europeo— los integrantes piensan y actúan no sólo en términos de los intereses de Estados individuales sino de la región en su conjunto.

En otro punto del espectro de las comunidades regionales se hallan Colombia y los demás países andinos.  Más allá de su cercanía geográfica, y algunos canales de coordinación militar e integración económica, sus Estados y sociedades carecen de una visión común de “región”. Asimismo, los niveles de confianza mutua, cooperación en temas como la seguridad, e interacción política y social son precarios. Justamente por ello, cuando la Unión Europea arde, como lo hace su eurozona, no se quema. En cambio, cuando regiones como la nuestra deben enfrentar diferentes crisis difícilmente encuentran los mecanismos institucionales ni la voluntad comunitaria necesaria para hacerlo.

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