La extinción de lo propio

Piedad Bonnett
04 de agosto de 2019 - 07:40 a. m.

Si usted tiene más de 50 años es posible que haya comido pomarrosa, o chirimoya, o dulce de icaco. Pero también es posible que sus hijos o sus nietos no hayan visto ni estas frutas ni otras, como la guama o el níspero, porque estas desaparecieron de casi todos los supermercados, y tampoco son frecuentes en las plazas, por una simple razón: se trata de cultivos en riesgo, que se están extinguiendo. Así lo explica un artículo reciente del periodista Miguel Ángel Espinosa, pero es algo que sucede hace ya hace mucho tiempo.

En mi niñez conocí muchas de las frutas que están a punto de desaparecer del mercado colombiano, porque los campesinos bajaban con ellas al mercado semanal de Amalfi, el pueblo donde nací y viví hasta los siete años. Mucho tiempo después evoqué en un poema, en un gesto no exento de nostalgia, no solo la explosión de color y sabor de aquellos productos tan locales y ligados al origen, sino sus nombres maravillosos: caimito, cañafístula, piñuela, algarrobo, madroño, sande, uchuva. Pero yendo más allá de la rememoración personal, habría que preguntarnos si tal extinción es inevitable, o si hay alguna esperanza de que esos frutos de nuestro fértil territorio –dicen las cifras que somos el segundo o tercer país del mundo con mayor biodiversidad— sobrevivan a los problemas que los amenazan.

En vez de enunciarlos —el artículo en cuestión lo hace muy bien—, voy a usar un caso como ejemplo. Erick Behar es un economista colombiano de 32 años, con posgrados en Alemania y experiencia laboral en el sector público en ese país y en Francia, que trabajó por un corto tiempo con el Estado colombiano, del que se retiró para dedicarse a la cátedra universitaria, siendo hoy decano de Economía de una conocida universidad bogotana. Pero Erick no es solo un académico con una preparación excelente, un maestro nato, sino un joven con ánimo emprendedor, y un tipo con sensibilidad y ética que, queriendo hacer algo por este país, compró un pequeño terreno donde se decidió a cultivar uchuvas, mientras participa, por otra parte, de un proyecto de apicultura, con todos los requerimientos para producir miel de la más alta calidad.

¿Con qué se ha encontrado Erick, un joven cuidadoso del medio ambiente, que no le apuesta a enriquecerse a toda mecha sino a tener un pequeño proyecto bioresponsable? Con la falta de claridad sobre la titulación de la tierra, que lo obliga a cientos de trámites llenos de inexactitud y confusión; con la falta de respuesta de las instituciones, entre ellas la del Agustín Codazzi, que hace exigencias cercanas al realismo mágico; con la politización de los procesos y con una herencia profunda de corrupción e ineficiencia; con el poco aprecio por los productos artesanales, y la deshumanización del tema alimentario por parte de los intermediarios, que pagan mal y además exigen niveles de estandarización imposibles con la tecnología local; con falta de incentivos para el agro; y con un capitalismo salvaje, incapaz de albergar opciones distintas de producción. Es probable, pues, que Erick algún día tire la toalla y que las 12 personas que dependen de su proyecto pierdan la oportunidad de hacer parte de su valioso emprendimiento. Qué tristeza.

 

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