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¿La falta de imaginación al poder?

Francisco Gutiérrez Sanín
23 de mayo de 2008 - 01:02 a. m.

MARX ALGUNA VEZ DIJO, PALABRAS más palabras menos, que la historia primero aparecía como tragedia y después se repetía como comedia. A 40 años del levantamiento global estudiantil de 1968, podríamos estar frente a una ilustración perfecta de su aforismo.

En efecto, la actual protesta contra el estatuto estudiantil en la Universidad Nacional dice muy poco a los miembros de la comunidad universitaria, y prácticamente nada al conjunto de la sociedad.   El intento de vincularla a temas grandes –el nuevo estatuto respondería a los propósitos neoliberales de privatizar a la Nacho— no ha tenido repercusión alguna, por la simple razón de que nadie ha podido demostrar tal proposición. Para no hablar ya de que estas fiestas de encapuchados, esta destrucción de la propiedad de la universidad, esta insistencia en decidir lo que los otros debieran hacer, producen en la mayoría de las personas miedo y rabia.

En algunos casos, también recientes, los estudiantes han protestado con razón y con inteligencia. Cuando algún energúmeno quiso imponer a alarido limpio su versión jacobina y primitiva de modernización, ellos fueron protagonistas. Yo no estaba en el país cuando en cierta jornada algún muchacho le puso una flor al cañón de una tanqueta, y por eso sé que la imagen le dio la vuelta al mundo. Un poderoso simbolismo. Pero ahora tenemos un escenario distinto. No sólo no ha mostrado este movimiento estudiantil capacidad de producir hechos que tengan sentido para el resto de la población, sino que las demandas mismas parecen profundamente irrazonables. El nuevo estatuto se discutió decenas de veces, en distintos ámbitos, ciertamente con la participación de estudiantes. De hecho, les ofrece mejoras sustanciales con respecto del antiguo (poder hacer dos carreras al mismo tiempo, entre otras muchas). Con franqueza, me parece que el único casus belli posible es que permite, eventualmente y con muchos procesos intermedios, sancionar a estudiantes que cometan transgresiones graves.  Pero se necesitan sólo dos dedos de frente para entender que, en un país como Colombia, esto no sólo es muy positivo para el conjunto de la comunidad universitaria, sino muy en particular es una protección para aquellos miembros de ella que sean inquietos y críticos. Los aficionados pensarán defender la laxitud para cometer sus travesuritas. Los profesionales pueden utilizar ese boquete para hacer un daño irreparable. Hay suficientes precedentes serios al respecto como para ignorar alegremente esa eventualidad.

En contraste, se necesita mucha falta de imaginación para no darse cuenta de que este tipo de cosas tiene repercusiones fatales en un contexto de enorme vulnerabilidad y pérdida de influencia de la Universidad Nacional. Hay que decir, entre otras cosas, que en todo esto el papel del Gobierno no ha sido brillante. En los últimos años han venido de ahí cargas de profundidad que han desestabilizado a la UN (por ejemplo, el tema de las pensiones y el presupuesto, que ameritarían un tratamiento separado).

Se necesita mucha falta de imaginación para no entender que la UN necesita ahora todos los amigos que pueda conseguir, que tiene que aprender a hablar con su entorno (en este momento ni siquiera los especialistas saben realmente a qué se debe el despelote), que tiene que encontrar el camino de su propia modernización. Se necesita mucha falta de imaginación para no entender que la defensa de la autonomía universitaria, fundamental en este momento, pasa por no confundirla con la extraterritorialidad.

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