La foto en el cadáver

Mauricio García Villegas
07 de diciembre de 2019 - 00:00 a. m.

Cuando Vicente tenía nueve años la guerrilla entró a la finca de su familia, sacó a sus padres de la casa y los asesinó. Desde ese día se le clavó un dolor en el pecho; un sufrimiento que nada ni nadie podía calmar, ni la rabia, ni los consuelos de sus tías, ni el paso del tiempo. A pesar de ser un niño de nueve años, solo quería encontrar la oportunidad para vengar a sus padres. Ocho años más tarde, un miembro de las autodefensas le propuso que se fuera con ellos. Esa era la oportunidad que estaba buscando desde aquel día funesto en el que lo dejaron huérfano. Como era inteligente y hábil, rápidamente ascendió en la jerarquía de la organización. Matar guerrilleros y aterrorizar a la población civil se convirtió en su rutina. Los caídos en combate y los desplazados eran datos en la contabilidad de su negocio. Pero en una de esas rutinas sombrías la vida le cambió. Había matado a un guerrillero; uno de tantos. Se acercó al cadáver, todavía caliente; metió las manos en los bolsillos del camuflado para extraer las pertenencias del enemigo y encontró una libreta con unas fotos intercaladas. Parecían gastadas de tanto tocarlas y mirarlas. En ellas estaba el joven guerrillero con su esposa y un hijo que debía tener unos nueve años. No podía dejar de mirar la cara de ese niño. Repasó muchas veces esas fotos, una a una, como reviviendo su propia historia. Poco tiempo después tomó la decisión de entregarse a las autoridades. Estuvo preso en Itagüí varios años y hoy se dedica a contar su historia, a pedir perdón y a tratar de que su hijo, que también tiene nueve años, no repita lo que él hizo.

Este es uno de los muchos relatos que se oyen en las jornadas de paz y reconciliación que organiza la Comisión de la Verdad. Por allí han pasado centenares de víctimas y victimarios que cuentan sus historias. Cada uno empieza explicando los hechos atroces que padeció y las furias de la política que desataron esos hechos: el odio de los guerrilleros, el de los paramilitares, el de los militares. Son furias muy distintas, cada una con su bandera y su ideología; cada una separando los buenos de los malos, los amigos de los enemigos. Vistas así las cosas (así las hemos visto casi siempre), el conflicto armado en Colombia es un asunto de grupos, de sectas, de países ideológicos. Sin embargo, cuando las víctimas siguen su relato y exponen su dolor, el de sus familiares, el de sus amigos, el de sus vecinos, todas las historias se parecen: las mismas balas segadoras, las mismas soledades, el mismo dolor en el pecho, la misma impotencia, las mismas lágrimas, los mismos interrogantes, el mismo desgarre en el alma.

Cuando Vicente vio las fotografías del guerrillero con su esposa y su hijo de nueve años, se dio cuenta de que su historia era la misma que la de sus enemigos; que la guerra es un torbellino que arrastra y nubla la mente; que el sufrimiento de los huérfanos y de las madres viudas siempre es el mismo; que todos estamos hechos del mismo barro emocional y que los odios y las banderas que enarbolamos valen poco frente al sufrimiento. Esta lección la aprenden los excombatientes y los que asisten a los encuentros de la Comisión de la Verdad. Pero pareciera que la furia de los que no combaten, en la política, es más incontenible que la de quienes han conocido la guerra.

 

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