Por muchos años creí que una frase que acabó por determinar muchas cosas en mi vida estaba entre las páginas de Los hermanos Karamazov. Sin embargo, hace poco acabé de leer la edición que había leído antes, ya bastante descascarada y amarillenta, y no la encontré. Es más, inmerso en aquel tiempo y en aquellos personajes, en la profunda psicología de Dostoievski, en la dignidad de Iván Karamazov y en el idealismo de su hermano Aliocha, se me pasaron muchos de los días de este año, como si no hubieran transcurrido. Leí a los Karamazov como si jamás los hubiera leído, y me convencí de que si los vuelvo a leer, encontraré de nuevo miles de cosas, frases, hechos, descripciones, personas, rutinas y pasajes nuevos, y seguro otra vez me sorprenderé y sonreiré al constatar que aquella frase que tanto me marcó nunca estuvo ahí.
La cité en decenas de conversaciones. La escribí a mano en otras tantas ocasiones. La hice a mi manera y la volví mía, y luego la deshice para volverla a armar, y por aquellas ocho palabras que me inventé, concluí que la seguridad mataba, que concretar algo era empezar a morir, que era preferible ansiar toda la vida un beso, a besar y caer en esa especie de vacío que nos deja el cumplir un sueño. Por aquellas ocho palabras, “nunca le digas a una mujer te amo”, me mordí los labios algunas de las veces que una mujer me preguntó si la amaba, y preferí callar, a responderle que sí. Preferí el silencio, y después, soportar el drama, el lamento y la recriminación, pues más allá de que Dostoievski me hubiera convencido de su teoría en voz de uno de sus personajes, y de que por él considerara que lo escrito era lo que quedaba y era la verdad, debía serle leal.
Consciente o inconscientemente he tratado de serle leal durante muchos años a Dostoievski, sobre todo, para escribir y no dejar de escribir todos los días, aunque hayan sido dos líneas cada 24 horas, y cuando me sentí incapaz, recordé parte de su vida, de su condena a muerte, de su indulto a última hora y su destierro a Siberia, y volví a garabatear oraciones, casi todas absurdas e inconexas. Alguna vez, para tomar ritmo, comencé alguna hoja con la frase que nunca existió, y desde ahí desgrané teorías, conclusiones, ideas, figuras. Desde aquella frase que nunca existió, y que confundí con “no le pidas perdón jamás a una mujer”, construí un camino a medias y sin final, en el que el fracaso, o eso que llamamos fracaso, es mucho más valioso que el éxito, y el ir en busca de, mucho más vital que las metas.