Cada vez que vuelve la temporada de lluvias, en la frontera cientos de personas se represan en el puente Simón Bolívar a la espera de que les den paso para regresar a Venezuela. La multitud, que diariamente transita por las trochas, se amontona ante la mirada de las autoridades que no están acostumbradas a ver lo que pasa bajo el puente. Para ninguna de las partes estos tumultos son una sorpresa, pues se repiten como la lluvia y así como no se puede detener un aguacero, tampoco se puede interrumpir el flujo de personas entre ambos países. Por absurda que parezca, esta situación lleva seis años y se ha intensificado desde marzo de 2020 con el inicio de la pandemia y el cierre del corredor humanitario.
Sin embargo, hombres y mujeres siguen pasando de un lado a otro y van a seguir haciéndolo así levanten un muro o hagan una cadena humana con guardias y militares. No entienden las autoridades de ambos países que la frontera es un cuerpo vivo cuya respiración es el tránsito de ideas, mercancías y personas, y que como todo ser vivo al que intentan quitarle el aire buscará la forma de no morir asfixiado. Es en esta respiración artificial que reside el verdadero problema de la frontera, pues este “servicio” es ofrecido por grupos armados y estructuras ilegales que controlan, con más rigor, el paso entre ambos países.
En la región todos saben que existen las trochas y que el paso por estas es controlado por grupos armados que tienen tarifas que se ajustan según la persona o la mercancía que se desea pasar. Por tanto, cada día que el cierre se mantiene, los grupos que controlan las trochas se fortalecen. Esto les permite aumentar su capacidad en hombres y armas, así como diversificar su oferta criminal, ya no solo en las trochas, sino al interior de los municipios que bordean la frontera.
Esta dinámica contrasta con la tímida reacción de los parlamentarios del departamento y la apatía del Gobierno nacional, pues, salvo algunos pronunciamientos sujetos a una coyuntura específica, no hay una propuesta seria sobre la apertura. De nada sirve que haya motivos económicos como los que enumeran los comerciantes, no importan los argumentos de seguridad y mucho menos interesa el drama humanitario de quienes a diario se exponen al paso por las trochas. Más que visitas de ministros, la frontera necesita ser vista desde sí misma y desde sus necesidades. Un primer paso es dejar de verla como un discurso y, sobre todo, dejar de pensar que todo lo que circula por ella es ilegal.
El Estatuto Temporal de Protección a Migrantes Venezolanos es una buena señal, pero no resuelve la situación que actualmente afecta a Norte de Santander, Arauca y La Guajira por el cierre “formal” de los pasos fronterizos. Al contrario, solo aumenta la incertidumbre de los habitantes y fortalece a los grupos que controlan las trochas que crecen como arterias entre ambos países.
La gente seguirá pasando y con cada aguacero nuevos grupos de personas aparecerán en los puentes a la espera de que les permitan regresar a sus casas. Mientras tanto, las autoridades seguirán creyendo que en los días de lluvia también caen personas, ignorando que el agua es una cortina traslucida que muestra la realidad que tirita bajo los puentes en la frontera.