La frontera móvil entre negación y blablá

Eduardo Barajas Sandoval
30 de abril de 2019 - 06:50 a. m.

Quienes han advertido del hartazgo de la gente con los políticos tradicionales, a juzgar por la elección que llevó a un cómico a la presidencia de Ucrania, deberían mirar con mucha más atención hacia Francia. El drama de un mandatario joven, preparado con el refinamiento propio de un sistema que tiene su propia fábrica de presidentes, muestra que la gente ya no quiere que el futuro parezca un regreso al pasado.

Al mando de un partido armado a la carrera, bajo el lema de “en marcha”, Emanuel Macron irrumpió en el escenario y  se abrió paso hacia la presidencia de Francia con el argumento visible de su juventud y un programa que tomaba cosas de aquí y de allí, como receta para sacar al país de su estado de desencanto con socialistas y conservadores.

A sus credenciales de estudiante sobresaliente, banquero y burócrata innovador, quiso agregar, sobre la marcha, un estilo personal con elementos que parecerían tomados de tres emblemáticos expresidentes franceses: el Giscard distante y olímpico, el Chirac que respondía a todo con gracia y el Mitterrand audaz y creativo. Solo que amplios sectores de la opinión advirtieron que le faltaban muchos años para tener la mitad del peso de cualquiera de los tres. Como lo demostró al poco tiempo su falta de tacto para tratar a los legendarios militares al servicio de la República.

Una típica decisión de esas que se toman en lo alto de los gobiernos, sin tener en cuenta los sentimientos populares, como si la capacidad de extracción de recursos del público fuese ilimitada, se convirtió en la gota que rebasó el borde de la copa del resentimiento popular, por la insolencia de quienes gobiernan desde recintos en donde se hacen cálculos atrevidos, sin tener en cuenta la realidad cotidiana de millones de ciudadanos sumidos en el anonimato.

Seguramente con la mejor intención, desde el punto de vista de las finanzas del Estado, se decretó un alza del 23% en el precio de combustibles, para que la gente ayudara a refinanciar transformaciones del sector energético, sin tener en cuenta el impacto social del invento. Medida que, gracias a las redes sociales, desató una ola de protestas que cumple ya veinticuatro semanas y que ha desbordado las modalidades tradicionales del reclamo social, con el símbolo de los chalecos luminosos de protección en carretera y un discurso sencillo que se sintetiza en el reproche al gobierno por sus preferencias hacia los ricos y el olvido de las necesidades de la gente del común.

Ante la fuerza del reclamo, que en casos degeneró en actos violentos, reacción policial y una imagen de caos, todo ello perjudicial para el funcionamiento del Estado, la tranquilidad de las actividades económicas, la sensación de seguridad y el prestigio del país, al presidente se le ocurrió, otra vez sobre la marcha, considerar la opción de volverse a definir, y replantear elementos de su proyecto político, para suplir las falencias detectadas por los ciudadanos.

Al haber resultado insuficientes unas concesiones iniciales destinadas a aplacar la protesta, Macron resolvió proponer un gran “debate nacional” destinado a recopilar las aspiraciones de los franceses de todos los rincones del país y del espectro del pensamiento político. Ejercicio en cuya promoción él mismo participó, con suficiencia objeto de la admiración de unos y el rechazo de otros, que resienten su “pretensión de sabelotodo”.

La respuesta presidencial a los planteamientos del gran debate, retardada diez días por la tragedia nacional del incendio de Notre Dame, resultó ser, para los “chalecos amarillos”, algo así como el parto de los montes. Dos horas y media de alocución presidencial, seguidas de una conferencia de prensa que calificaron de blablá, no trajeron, según ellos, anuncios importantes y mucho menos soluciones a los problemas que les importan.

La respuesta presidencial, elaborada con cuidado y profesionalismo, comprende un complejo juego de rebaja de impuestos, aumento de mesadas a pensionados sin modificar la edad de retiro, ayudas alimentarias, competencias transferidas a las autoridades locales, participación ciudadana, por sorteo, en el seno de entes de discusión de políticas económica, social y ambiental, lo mismo que de asuntos energéticos, rebaja del umbral para la celebración de referendos, y reducción del espacio Schengen para evitar la migración indeseada. Como coletilla, ofrece el desmonte del esquema de formación de la élite republicana, mediante la supresión de la legendaria Escuela Nacional de Administración. Decisión que seguramente será vista por otros como una traición desesperada a la propia madre.

Casi siete franceses de cada diez se consideran decepcionados por la respuesta presidencial. Lo que más les hiere es el no haber atendido el clamor por elevar los impuestos a las grandes fortunas, aspiración que une a millones de personas que consideran que su esfuerzo no es proporcional al de quienes tienen beneficios extravagantes de parte del Estado, con el argumento de que son creadores de una riqueza que después no se reparte equitativamente. Y, aunque unos cuántos quisieran seguir marchando con el proyecto renovado del presidente, hay quienes insisten en que los grandes olvidados siguen siendo los trabajadores pobres, los agricultores, los trabajadores a tiempo parcial, las mujeres pobres cabeza de familia y quienes laboran bajo el modelo de la “uberización” de servicios.

El forcejeo entre un tecnócrata que creía saber de todo y miles de espontáneos que, a nombre de la gente del común, reclaman medidas de alivio frente a la arremetida de un estado voraz que no da tregua, enseña cómo es de difícil encontrar la justa medida de la respuesta ante el reclamo popular acompañado de violencia. También demuestra cómo no hay nada más fácil que declararse siempre insatisfecho.

Arrinconado en el Elíseo, a la manera de dios pagano sin la deseada audiencia de los mortales, detrás de una frontera que sus críticos mueven a voluntad con la negación permanente, Macron parece demostrar que no basta con ser joven para representar una opción de acierto respecto del futuro. Ahora que él mismo ha declarado la quiebra conceptual del sistema que lo formó para lanzar su carrera política, está obligado a jugarse sus restos ante la incomprensión ciudadana, el debilitamiento de la Europa que requiere de una Francia fuerte, y la amenaza del populismo.

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