La gente, no el Estado, transforma al país

Juan Manuel Ospina
10 de mayo de 2018 - 05:05 a. m.

El proceso de paz avanza en medio de dificultades que no terminan; unas dificultades bien colombianas por lo demás —ineficiencia estatal, compromisos y declaraciones públicas altisonantes y realizaciones concretas mínimas y frustrantes, corrupción omnipresente...—. Uno de sus resultados,  ampliamente reconocido y de indudable importancia, es que el acuerdo político permitió ver mejor la compleja realidad del país, que de alguna manera había sido relegada y aun distorsionada  por el papel central que en la discusión y preocupación pública jugaba el conflicto armado con las Farc, preocupación que, vale la pena anotarlo, no se ha trasladado al cumplimiento del acuerdo, como si para la opinión su firma hubiera borrado milagrosamente el problema. Desde el primer momento, con la construcción de los campamentos en las zonas de concentración, se hizo evidente la incapacidad del Estado y específicamente del Gobierno Santos de estar a la altura de los compromisos de calibre mayor que había adquirido con la guerrilla;  su  negociación estuvo cooptada por la preocupación de  cumplir unos plazos arbitrarios, fijados por las urgencias políticas y no por la lógica y necesidades de la negociación.

Hoy es más evidente que éstas estuvieron inmersas en una atmósfera irreal que presuponía que generarían una especie de magia política al lograr de inmediato, al otro día de la firma del acuerdo, que un Estado hasta entonces débil y faltón iba a transformarse en uno fuerte y comprometido a realizar una tarea de marca mayor, como si la mera firma le hubiera dado la capacidad y la voluntad que durante tantos años no había demostrado y cuya carencia era la causa mayor de la circunstancia que ahora se pretendía remediar. Estaríamos asistiendo a la entrada en escena de un Estado súbitamente revitalizado por la inyección de voluntad política que generaría el acuerdo.

Este es, sin duda, el punto más álgido que respecto al futuro de los acuerdos debe afrontar el próximo gobierno, y debe hacerlo con una dosis grande de realismo y con la voluntad de dar los pasos iniciales para que construyamos, una tarea ciudadana y no de burócratas, progresivamente el Estado que Colombia desde siempre ha necesitado, fuerte en lo territorial, eficiente en lo nacional y que privilegie no la voz de la tecnocracia hoy vestida de contratistas y ONG, sino la de las comunidades y los actores locales y regionales, únicos con la capacidad de aterrizar lo convenido en la dura realidad de nuestras regiones, con sus características, problemas y posibilidades, que es el escenario natural para ejercer en plenitud sus potenciales y derechos como ciudadanos, la mejor y más democrática manera para que la inversión pública gane en eficiencia social y económica y se pueda proteger efectivamente el manejo de los recursos públicos de los intereses particulares —políticos o económicos que muchas veces se confunden—;  eso permitirá una transformación de la política, al acercar el gobierno y las decisiones públicas a la gente, sin las perversas intermediaciones que hoy hacen su agosto. No hay mejor control que el que directa y cotidianamente ejercen  los interesados, para que las obras necesarias se hagan y la plata rinda. Recordando el viejo dicho campesino, “al ojo del amo, el caballo engorda”. 

 

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