La guerra mundial contra el virus

Alejandro Reyes Posada
20 de marzo de 2020 - 05:00 a. m.

Cada ser se complace en su ser, dijo Platón, y el virus no es distinto. Encontró en los humanos su medio ideal de propagación y ahora nos corresponde, como especie, detenerlo. El antecedente inmediato de una gran pandemia, la mal llamada gripa española, en 1918, mató a cerca de 40 millones de personas en el mundo, en especial adultos jóvenes sin inmunización. Europa estaba devastada por la Primera Guerra Mundial y eso impidió que los gobiernos actuaran para contener la epidemia.

Si se extrapola lo que ocurrió en China, se puede calcular una afectación del uno por ciento de la población mundial en los próximos meses, unos 70 millones de contagios, de los cuales una quinta parte tendrá síntomas graves, que amenazan la vida si no hay asistencia médica intensiva. La afectación será diferenciada por edades, estado de salud, ingresos y condiciones de vivienda y transporte. Los peor librados serán los mayores de 80, con una tasa de mortalidad probable del 40 %, y los de 70, con una mortalidad del 8 %. Los mejor librados serán los niños y jóvenes, según la edad, y los campesinos aislados, con menores probabilidades de transmisión, comparados con los pobladores urbanos de alta aglomeración.

El virus cambió de inmediato todas las prioridades, que ceden su puesto a la salud pública. Se aceleran los cambios de comportamiento, empezando por todas las actividades presenciales que reúnan grupos de personas, como la educación, el trabajo en fábricas y oficinas, el transporte colectivo, los servicios, los deportes, la cultura y hasta el entretenimiento, incluido el Congreso. Se cierran las fronteras de países y ciudades y, en los casos más graves, se ordena el confinamiento en casa.

La única verdadera línea de defensa colectiva es impedir la movilidad fuera del hogar para disminuir el contagio, pues la mayor parte de los portadores no saben que lo están distribuyendo, pues son asintomáticos. Por eso el crecimiento de los casos es exponencial y quienes tienen los síntomas son quienes menos contagian, pues ya están aislados. La cuarentena obligatoria de todos los viajeros que lleguen del exterior es indispensable y el toque de queda de los alcaldes elimina las actividades recreativas nocturnas, que no son esenciales para la vida. Cuanto antes se ordene el confinamiento general, salvo los servicios esenciales, más vidas se salvarán, y cuanto más tarde se ordene, más rápido se va a perder la guerra contra la pandemia y los costos se multiplicarán. Cada día de tardanza se debe medir en muertos.

El coronavirus es la prueba de fuego para medir la calidad del liderazgo de los gobernantes. Todos tienen frente a sí decisiones con profundas implicaciones éticas: ¿cómo distribuir costos y pérdidas entre el capital y la población? ¿Cómo compensar a quienes viven de la informalidad, que depende de la afluencia del público? ¿Cuáles grupos de población serán salvados y cuáles serán dejados a su suerte frente a recursos hospitalarios escasos? Una vez pasada la emergencia quedará en claro el nuevo panorama de perdedores de la pandemia, que afectará desproporcionadamente a los más vulnerables y desprotegidos por el Estado y sus sistemas de seguridad social.

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