La historia, ¿impredecible o recurrente?

Augusto Trujillo Muñoz
03 de abril de 2020 - 05:00 a. m.

El siglo XXI trajo consigo políticas mundiales, sin gobiernos mundiales. De seguro, a nivel internacional se mueve la idea de constitucionalismo, pero las constituciones siguen siendo nacionales. Los miembros más poderosos de la ONU, por ejemplo, no se sienten obligados por sus normas básicas. En consecuencia, lo que ocurra en el mundo queda en manos de las grandes potencias. En otras palabras, la convivencia universal está amparada en el poder y no en el derecho.

Con el colapso del socialismo soviético cobró auge la supuesta necesidad de avanzar hacia una sociedad de mercado. Era como revivir el esquema clásico, puro y duro, que operaba 100 años atrás. Por eso se habló de neoliberalismo. Como lo escribió Jürgen Habermas, hace unos 15 años, dicha sociedad se empeñó en marginalizar el Estado e incluso la política. Les dejó funciones residuales y convirtió la economía en un eje de la vida social. Pero tal eje giraba en torno al capital financiero: en ese marco, transformó el derecho internacional en una especie de derecho privado, que institucionalizó el tráfico mercantil globalizado.

Ese esquema privó al individuo de su vieja condición de ciudadano autónomo. No solo logró despolitizar la sociedad. También despolitizó su propio discurso, hasta el punto de posicionar la idea de que el suyo es el mejor de los mundos posibles, incluso el único viable. Semejante fenómeno se desprendió de la tesis de Fukuyama, según la cual la humanidad llegó al “fin de la historia”. El Estado-nación se puso a su servicio y terminó convirtiéndose en espectador de un mundo del cual había sido protagonista.

Pero esa urdimbre se enredó por cuenta de la pandemia. Precedida de movilizaciones sociales en distintos países del mundo y de una interpelación de los ciudadanos frente al oído sordo de sus dirigentes, trajo consigo la necesidad de reinventar lo político. Mostró que la salud y la vida son más importantes que la economía, a pesar de la inversión de valores que se venía consolidando a nivel universal. El crecimiento de la riqueza se había vuelto más importante que la equidad social, ante la mirada impasible del Estado.

Europa es muy sensible al tema, pues en sus países existen aún instituciones propias del Estado de bienestar. Las mismas que se desmontaron en América empujadas, desde adentro, por la apertura improvisada de las economías nacionales y, desde afuera, por el Consenso de Washington. No sin razones los europeos están pensando de nuevo en los estímulos públicos para salvar la economía. El Estado tendrá que privilegiar la salud y, luego, para recuperar la economía, podría comprar acciones de empresas privadas y evitar su quiebra o un cambio de manos inconveniente para el interés de su comunidad.

Así lo expresó, en rueda de prensa desde París, Thierry Breton, el comisario europeo de Comercio Interior. Es probable que los gobiernos ya no deslocalicen tan alegremente como antes y que resuelvan intervenir, otra vez, en la economía: el coronavirus obstruye las venas de la globalización, pero también trae una atmósfera de cambio de época que se comienza a respirar en una Europa despojada de dogmas inamovibles. Ese es muy buen ejemplo para esta América que, sin ruta precisa ni liderazgos claros, sigue prisionera de unos populismos agobiantes, tanto en el norte como en el sur. De hecho, la historia es impredecible, pero también es recurrente.

@Inefable1

* Presidente, Academia Colombiana de Jurisprudencia.

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