La hora de pasar la página

William Ospina
18 de marzo de 2018 - 02:00 a. m.

En Colombia se vive de un modo creciente la indignación ciudadana frente a un modelo económico y social mezquino y cavernario, y frente a una casta política ciega a la modernidad, que tiene una antorcha en su mano y se propone guiarnos otra vez hacia el fondo lleno de monstruos de la Edad Media.

Hoy es necesario salvar a Colombia, no de unas personas, sino de unas ideas y de unas costumbres que tienen arrasada nuestra naturaleza, postrada nuestra economía, destruida nuestra confianza y que mantienen a millones de jóvenes en el desamparo y en el filo de la violencia, a punto de convertirse sin cesar en nuevas guerrillas, nuevos paramilitares, nuevos traficantes y nuevos sembradores del caos.

Mi opinión, hace mucho tiempo, desde cuando escribí La franja amarilla, es que lo que necesita Colombia no es un mero presidente, sino una nueva ciudadanía. Nada más triste que el riesgo de que un día despierte en la Casa de Nariño la persona más noble, generosa y bienintencionada, y descubra con amargura eso que llamaba García Márquez la soledad del poder: tratar de cambiar la realidad en medio de la “alambrada de garantías hostiles” de un Estado hecho para perpetuar la iniquidad y para impedir todo cambio, de unos poderes económicos dispuestos como otras veces incluso a arruinar el país con tal de detener al pueblo, que a sus ojos siempre fue un populacho, y con una ciudadanía indiferente, que ni vigila, ni exige, ni es capaz de unirse para frenar las políticas que le quitan la sangre.

Pero hasta una campaña electoral como la que estamos viviendo podría ser un escenario propicio para que el debate sobre el país que necesitamos se abra camino. En estos días todo el mundo quiere hablar, discutir, proponer, y tal vez lo malo es que sigamos creyendo que la democracia se lo juega todo el día de la elección, y no tengamos una mirada amplia que pueda inscribir esos debates en un horizonte más creativo.

Ni la salud del río Magdalena, ni la recuperación de las cuencas de los grandes ríos, ni la salvación de la mitad de los páramos de este planeta que están en Colombia; ni las soluciones para la agricultura campesina que ha tenido que dedicarse al azaroso cultivo de plantas ilícitas por falta de opciones en la legalidad, de créditos, de vías, de acceso a los mercados; ni el control de las mafias que sólo prosperan de este modo donde la economía formal está cerrada para las mayorías; ni la posibilidad de una industria adecuada a nuestra población y a nuestra tierra; nada de eso depende sólo de un candidato, por lúcido y comprometido que sea: depende de una comunidad, de su grandeza, de su capacidad de dialogar y de exigir, de su capacidad de construir afecto y respeto, y aquí los partidos tradicionales y la estrategia de sus dirigentes convirtieron a Colombia en un caldero de desconfianzas y de resentimientos.

Por eso necesitamos otra política, pero nuestros candidatos parecen resignados a ese viejo modelo estéril de comités y de huestes que nos heredó la tradición. Siempre el gran candidato sigue convencido de que ya sabe qué es lo que hay que hacer, y aunque abraza a la gente para la foto no tiene tiempo de escuchar a nadie. El candidato debería brotar del diálogo ciudadano y no al revés.

Pero es verdad lo que decía Chesterton: que la política nos excita tanto porque es lo único que es tan intelectual como la Enciclopedia Británica y tan movido como el Derby. En la política siempre hay algo que debe obligarnos a la reflexión, a la flexibilidad y a los acuerdos, y es el tiempo: el tiempo corre siempre en contra. Los proyectos autoritarios y señoriales que nos tienen convertidos en el cuarto país más desigual del mundo, y en uno de los países más atrasados del continente, siempre están listos a unirse de nuevo para perpetuar su orgía de tinieblas, y es necesario que quienes aspiramos, no a un mezquino proceso de paz sin gente, en el que es cada día más difícil creer, sino a una verdadera transformación de nuestras condiciones económicas, industriales, agrícolas, a pasar de verdad la página de las violencias y dejar de vivir en el odio heredado y en el eterno rosario de las venganzas, emprendamos con urgencia un diálogo de convergencias con la esperanza de que los candidatos escuchen de verdad y reflexionen.

Todos deberían reconocer que aquí se necesita verdadero espíritu crítico, que no se puede corregir este modelo sin un poco más de radicalidad, y también que todas las grandes transformaciones que es fácil reclamar y soñar, requieren del piso firme de una política que logre acuerdos, que no dependa de un superhombre sino de una comunidad, y que lo que principalmente requiere Colombia es engrandecer al pueblo, hablar con modestia en su nombre, exaltando su profunda dignidad y su enorme tradición de paz y de laboriosidad, y romper las ligaduras que mantienen atadas desde hace siglos las manos de una comunidad creadora. Aquí cada vez que se abre una puerta de oportunidades se agolpan los talentos esperando que aparezca por fin su ocasión de demostrar lo que valen.

Hay que cambiar la atmósfera del debate. Es un error fundar las propuestas en un listado de grandes decisiones traumáticas que requerirían un poder político descomunal. Son mejores los cambios generosos y concertados en los que el Estado, más que imponer cosas, libere capacidades de acción, iniciativas, espíritu empresarial, formas de la cooperación. Fortalecer una comunidad responsable y digna, dueña de su memoria, consciente de su fuerza, a la que no gobierne la cólera ni la venganza, sino la solidaridad y la alegría, es tarea de todos, y cuando la dejamos en manos de uno solo, inevitablemente fracasa.

El espíritu de rivalidad, de zozobra y de amenaza sólo le conviene al establecimiento para atemorizar y beneficiarse con él. El otro país, el gran país que haremos nacer, tiene que pasar la página de las venganzas y de los miedos, y poner el énfasis en la urgente agenda planetaria, en la protección de la naturaleza, en la dignificación de la sociedad, en la prosperidad y en la esperanza. El viejo país de las castas podría estar a punto de quedar atrás, y como decía Borges, es un error “demorar su infinita disolución / con limosnas de odio”.

 

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