La hormiga, la mosca y el escritor

Julio César Londoño
21 de octubre de 2017 - 02:00 a. m.

En los congresos de escritores, los periodistas suelen hacerme dos preguntas. La primera es quién es usted. La segunda, ¿cómo ha hecho para fracasar en tantos campos y en varios géneros? Yo ensayo respuestas. La primera es mental: “Perseverando, malparido, perseverando”. La segunda alude al maldito factor suerte. La tercera quiere ser objetiva: fracasé porque el nivel de mi obra está muy por encima de la masa. Pero la verdadera razón es más sencilla: fracasé por culpa de las moscas, las hormigas, las polillas y los zancudos. La vida se me fue matando estos bichos que se comen los libros, te revolotean en las narices, se meten hasta en la sopa y avinagran la inspiración. Maté millones y aprendí algunas cosas.

Aprendí por ejemplo que san Agustín se confesó incapaz de adivinar las razones que pudieron mover a Dios al crear la mosca. Martín Lutero, en cambio, tenía claro que las moscas habían sido creadas por el Diablo para distraerlo de la escritura de sus piadosos libros, teoría que Bertrand Russell consideraba, britishmente, “posible hasta cierto punto”.

Aprendí que los ojos de una mosca son microgemas de miles de facetas y que su retina puede diferenciar sucesos ópticos (p. e. luz-oscuridad-luz) separados entre sí por el exiguo intervalo de 1/200 de segundo. Esta es la unidad de tiempo de su mundo, el instante-mosca. Comparativamente, ella nos ve en cámara lenta, por eso nos cuesta atraparla, y percibe la realidad del cine: una proyección de diapositivas estáticas separadas por largos intervalos de oscuridad. Entonces se aburren en la sala de proyección; es por esto que no hay moscas en las salas de cine: prefieren retozar en la cafetería.

Para despegar, la mosca recoge las alas, tensa los músculos de las patas, se catapulta diez o 15 milímetros sobre la superficie del mostrador, bate sus alas 300 veces por segundo y se bambolea desgarbadamente, como un helicóptero que acumula potencia para su segundo y definitivo decolaje. Esta fase —brinco y bamboleo— le toma una fracción de instante-mosca y sólo puede apreciarse con una película muy sensible y en proyección ralentizada. Luego pisa el acelerador (2g) y alcanza velocidades hasta de 50 km/h.

Para muchos, las hormigas son comerciantes avaras, laboriosas al detal, más disciplinadas que inteligentes. Puede ser.

No se las ha visto sembrar, pero desmalezan, cosechan y almacenan. Los cereales y las gramíneas son sus vegetales favoritos. Para combatir la maleza utilizan un herbicida de su propia invención, el ácido indolacético, atomizado sobre los cultivos por una glándula abdominal.

También son ganaderas: crían en amplios y limpios establos sus propias vacas lecheras, los pulgones, insectos hemípteros de un milímetro de longitud cuyas deyecciones azucaradas son muy apetecidas por las hormigas. A cambio de esta melaza, las hormigas les brindan protección contra los depredadores.

¿Cómo han logrado esos pites tanta armonía social? ¿Es el hormiguero una república de reflejos? ¿Una anarquía civilizada? ¿Obran por inteligencia previa o por concierto espontáneo? ¿Han descubierto la fórmula social perfecta? ¿Es el amor su clave? ¿Será cada hormiga, como sospechan algunos, una célula de ese organismo llamado hormiguero? ¿Son tan dichosas como parecen o se trata sólo de un infierno bien aceitado, un mundo tan “feliz” como el de Huxley? (Véanse las respuestas en mi libro de ensayos Los pasos del escorpión).

El tiempo que debí invertir en la composición literaria se me ha ido, como ven, estudiando a los enemigos. Y llegué casi a admirarlos. Pero siempre me sobrepuse, volví a la carga y destripé millones.

Ahora, en el ocaso de mi vida, tengo que reconocer que también fracasé en esta lucha.

 

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