¿La justicia al servicio de la política? ¡Qué miedo!

Cecilia Orozco Tascón
05 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

Aunque aquí todo el mundo vocifera contra los corruptos y se declara partidario de las normas anticorrupción, lo cierto es que la escala ética con que se mide la conducta personal, en particular la de aquellos que tienen responsabilidades públicas, ha ido relajándose hasta convertirla en material dúctil, amoldable a las necesidades de cada quien. Ya ni siquiera importa si las decisiones oficiales aparentan moralidad porque rápidamente se encuentra su dispensa: la “mermelada” se convierte en gobernabilidad; los nombramientos de amigos, esposas, novias, hermanos, padres y tíos, en “derecho” del partido que ganó; las campañas sucias contra periodistas independientes y opositores políticos, en créditos para asesorar al presidente; la amistad y el afecto de este, en mérito para ser su jefe de gabinete, su ministro o su embajador. Y así. Con el deterioro general, también han disminuido las exigencias de los ciudadanos, como resignados a la pobre suerte de nuestro país. Pero si reclaman, por ejemplo, en movilizaciones masivas, los comentaristas del poder se encargan de criticar a los que exigen en la calle, “porque no dejan trabajar”, no al corrupto ni menos al corruptor.

Un ejemplo reciente aterriza el tema: la conformación de la terna para fiscal general por parte del presidente de la República, las características de los candidatos seleccionados por él para ocupar el segundo cargo más poderoso de la Nación y la elección final del ganador en la Corte Suprema. César Gaviria fue el primer mandatario que tuvo que integrar el grupo de aspirantes a dirigir la Fiscalía naciente para presentárselo a la Corte Suprema con el fin de que esta eligiera al mejor. El proceso de selección, en febrero de 1992, fue “prolongado e intenso”, según registros periodísticos de la época. Gaviria; su joven ministro de Justicia, Fernando Carrillo, y otros miembros del Gobierno se devanaron los sesos escogiendo entre “al menos diez connotados juristas”. Algunos de ellos: Gustavo de Greiff, rector del Rosario; Carlos Eduardo Mejía, director nacional de Instrucción Criminal; Gustavo Zafra, académico de la Javeriana; Guillermo Sala Zuleta, exsecretario jurídico del presidente Belisario Betancur y profesor universitario; y otros nombres con carrera propia y un pie en la política y el otro en el derecho como Horacio Serpa y Alfonso Valdivieso.

De entonces a hoy mucha agua ha corrido bajo el puente y muchos nombres de abogados de prestigio fueron incluidos en las ternas de los sucesivos mandatarios. Recuerdo a Juan Carlos Esguerra, Carlos Gustavo Arrieta, Alfonso Gómez, Jorge Pinzón, Jorge Aníbal Gómez, Saturia Esguerra y, recientemente, a Yesid Reyes y Mónica de Greiff, entre otros. No siempre, casi nunca más bien, los elegidos fueron los mejores. Pero esto es harina del costal de la Suprema, que deberá examinarse pronto.

Al principio, los presidentes se cuidaron de presentar candidatos que inspiraran respeto nacional. Pero la fórmula se vino abajo con las dos administraciones de Álvaro Uribe. Este, fiel al principio absolutista de “el Estado soy yo”, quiso “clonar” a un fiscal que heredó de Andrés Pastrana, cuestionado por su laxitud con el paramilitarismo. Una Corte Suprema que se rebeló hasta donde pudo, a las agresiones de la Casa de Nariño, terminó eligiendo, poco después, al menos malo de la terna uribista que incluía a un sujeto que escandalizó al país y que hoy está condenado, en primera instancia, por corrupto y sobornador. El deterioro del procedimiento para elegir al líder de la Fiscalía llegó a punto de ebullición con uno de los tres nombres de la terna de Santos, quien jugó ruleta rusa con la selección de sus candidatos y perdió cuando combinó dos nombres incorruptibles (Yesid Reyes y Mónica Cifuentes) con uno que pasará a la historia por lo contrario. Ganó este, el más habilidoso, en una Corte Suprema integrada por unos magistrados miedosos o bobalicones y por otros vivos y puesteros. Así llegamos a los tres ungidos de Duque: sin ninguna entidad personal, descollante trayectoria o admirables posturas filosóficas sobre derecho penal. Frente a los primeros aspirantes, los del año 92 o algunos posteriores, francamente los del 2020 dan tristeza. Por lo visto, la única condición que debían cumplir era la de subordinación directa a su seleccionador. Que eso qué tiene de raro, preguntan algunos. ¡Pues que el fiscal general integra la Justicia que, en democracia, se para al frente y no debajo del Ejecutivo ni del Legislativo! Y que si el fiscal electo Francisco Barbosa, compañero de pupitre de Duque y cuyo único cargo de alto nivel ha sido el que su amigo le dio, no se sustrae a su poder, el presidente será el mandatario que mayor control judicial habrá podido adquirir. Un peligro. La justicia al servicio de la política. El sueño dorado de Álvaro Uribe, el jefe del jefe del fiscal general y quien tiene por qué temer los fallos que pueda dictar sobre su conducta, precisamente, una Justicia autónoma.

 

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