La ley de financiamiento

Santiago Montenegro
11 de noviembre de 2018 - 07:52 p. m.

Es muy fácil criticar una ley de financiamiento, especialmente cuando un nuevo gobierno tiene tantos enemigos gratuitos o cuando se ignora el legado que recibió del gobierno anterior. Recién electo, a Iván Duque se lo llegó a responsabilizar de todo lo imaginable, hasta del incremento de la violencia que se dio desde finales de 2016. Algunos analistas anticiparon que su gobierno sería de corte fascista o, en el mejor de los casos, autoritario y perseguidor de sus opositores. La realidad ha sido muy diferente. Es un gobierno conciliador, quiere unir al país, utiliza un lenguaje ponderado, se ha reunido con la oposición, incluyendo a Timochenko, y ha visitado un centro de concentración de exmilitantes de las Farc. Pero, quizá, sus pasos más importantes han sido la eliminación del mercadeo de leyes por prebendas, al cortar la llamada mermelada en el Congreso, y el haber nombrado un gabinete con un 50 % de mujeres. Casi nadie reconoce estos y otros logros.

Con la ley de financiamiento ha pasado algo igual. Muchos la critican, pero muy pocos han leído su exposición de motivos. Su objetivo central es formalizar la economía, simplificar el pago de impuestos, hacer competitivas a las empresas, alcanzar mayor equidad y fortalecer la DIAN. Infortunadamente, su gobierno recibió un presupuesto para el 2019 desbalanceado en $14 billones y una férrea regla fiscal que es menester cumplir para que las calificadoras de riesgo no reduzcan la calificación de la deuda. En esas circunstancias, la alternativa es muy clara: o se obtienen esos recursos, o se recortan diversos programas de inversión o se abandona el componente estructural de la reforma.

Los críticos parecen también olvidar que, durante el período 2010-2014, el gobierno anterior se benefició de la mayor bonanza petrolera que el país jamás ha recibido. Pero en lugar de ahorrarla y ajustar el gasto solo en su componente permanente, se trató a esos recursos adicionales como si se fueran a quedar para siempre, propiciando un nivel insostenible de gasto, hoy causa principal de nuestros problemas. Durante varios años se llegó a decir que la inversión como porcentaje del PIB había subido a sus mayores niveles históricos, un 29 %, para luego corregir esa cifra a un 24 %, en el mejor de los casos, generando muchos interrogantes, no solo sobre la probidad del DANE y otras entidades, sino también sobre el destino que se dio a los recursos de la bonanza.

Los críticos también callan sobre otras aciagas herencias que recibió el nuevo gobierno, como el mal llamado plan de erradicación de las siembras de coca, que cuesta más de $2 billones y que fue tan mal diseñado que lo que parece haber hecho es incentivar esos cultivos, los cuales, según algunos estimativos, están ya por encima de las 200.000 hectáreas.

Con alguna razón se ha dicho que Colombia manejó durante varias décadas relativamente bien su macroeconomía, pero jamás enfrentó sus problemas estructurales, como el bajísimo nivel de ahorro y la elevadísima informalidad laboral y empresarial. Por supuesto, la nueva ley de financiamiento no es perfecta, nada en la vida lo es, requiere algunos ajustes, pero es uno de los más serios intentos que se han hecho para enfrentar dichos problemas. Además, cada año que pasa se hace evidente que, si no resolvemos esos problemas estructurales, nuestro manejo macroeconómico se torna crecientemente inviable.

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