La ley del silencio

Francisco Gutiérrez Sanín
10 de julio de 2020 - 00:00 a. m.

Denuncia la representante verde Katherine Miranda que el Gobierno, por medio de un decreto presidencial, ha querido bloquear las redes sociales de quienes están en la oposición. El borrador del decreto, al parecer, permitía a la Fiscalía —en nombre de la “emergencia sanitaria”— bloquear las redes sociales y hasta los correos electrónicos de quien atentara contra la “integridad moral” y “la seguridad pública”. Al parecer, la oficina jurídica de Presidencia no dejó que prosperara la iniciativa.

Que esta haya quedado por el momento en la mente de dios no impide que sea a la vez gravísima y sintomática. Gravísima, entre otras muchas cosas, porque pretendía obstruir una ruta ya indispensable de acceso a hechos y opiniones. Como todo el mundo sabe, con el cambio tecnológico han proliferado en los últimos años diferentes modalidades de información, menos reguladas que las más tradicionales, pero a la vez más ágiles. Lo nuevo es que —por razones complejas que no alcanzo a tratar aquí— ellas han adquirido en nuestra vida pública una enorme centralidad, ofreciendo nichos que acogen formas de pensar o investigaciones que por una razón u otra no tienen lugar en otros ámbitos. El descubrimiento de la ñeñepolítica por parte de los periodistas Martínez y Guillén y la página de Los Danieles son solamente dos ejemplos prominentes, entre muchos otros, del fenómeno.

Sintomática porque revela lo arraigado de los instintos liberticidas que animan al uribismo. Con más veras ahora, cuando los escándalos proliferan. Qué cantidad de piñatas. Y la reacción instintiva no es escuchar y corregir, sino tapar. Pero como además es la fiesta del fuero y la excepcionalidad, las categorías privilegiadas han de quedar a cubierto de críticas y de decisiones judiciales adversas. Pregúntense: ¿qué hubiera pasado con los terribles casos de violación de menores por parte de las agencias de seguridad del Estado si estos no llegan al espacio público? Creo que la respuesta es: hubieran seguido durmiendo el sueño de los justos. Es un poco asombroso, pero una de las primeras medidas efectivas que tomó el general Zapateiro frente a la violación de una niña embera por parte de sus hombres fue echar al sargento que denunció el delito. Aclarando, eso sí, que no lo botaba “por sapo”… pero pareciera. Pues, por un lado, siempre terminan golpeando al que canta. Y, por el otro, el general aparentemente ni siquiera se ha tomado la molestia de pedir perdón a las víctimas, o de plantear medidas que pudieran evitar que crímenes como este ocurran en el futuro. Claro: sé que está muy ocupado. Pero tuvo tiempo para presentar “sentidas condolencias” a nombre suyo y del Ejército a la familia de Popeye por su fallecimiento… Es una escala de prioridades muy torcida, y una que se expresa sistemáticamente en decisiones institucionales y nombramientos.

De detallitos como ese es de lo que no quieren que nos enteremos. Y por eso la permanente insistencia en tapar y silenciar. Es una de las obsesiones programáticas del movimiento que el caudillo, como suele suceder, capturó de manera sintética en una frase contundente: “O se callan o los callamos”. ¿Ejemplos? Muchos. Tengo frente a mí el proyecto de ley 080 de 2017 de la Cámara de Representantes, de autoría de Óscar Darío Pérez y conmilitones uribistas (Gaceta del Congreso 676). Allí también se pretendía castigar las “intromisiones ilegítimas” y “la publicación y difusión de imputaciones deshonrosas”. El engendro tampoco pasó (no es tranquilizador: la lógica consiste en echar a volar una y otra vez globos de prueba, hasta que alguno “corone”).

El articulado inevitablemente hace recordar al poeta (cucuteño, creo) que le puso una acción de tutela a un crítico que dijo que sus versos eran espantosos. ¿Qué tal que, por ejemplo, se me ocurriera escribir que Catón-Cantinflas me parece irreparablemente ridículo? ¿Se trata o no de una imputación deshonrosa?

Sólo que esto ya no es ni chiste ni poesía.

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