La ley secreta de las nuevas Farc

Mauricio Rubio
19 de septiembre de 2019 - 05:00 a. m.

El discurso de levantamiento de Iván Márquez no ha sido calibrado detenidamente.

Tras las reacciones vergonzosamente pueriles de Santos, su equipo, los pazólogos sorprendidos por la “torpeza política” de un guerrero y los halcones exigiendo plomo, hubo análisis decantados. Gustavo Duncan atribuye la escapada de Márquez y Santrich a la celada montada por la DEA. Considera que “más temprano que tarde, la justicia de EE. UU. les iba a echar mano”. Para él, “un nuevo proceso es inviable, mucho menos ahora que se rearmaron”.

Camilo Echandía destaca grandes diferencias, enfrentamientos y concepción divergente de la paz entre las Farc y el Eln, para ver improbable que “se logre establecer una coordinación” con la disidencia liderada por Márquez. Nadie vaticina que estos sublevados, ya con sus años, vuelvan al monte para que “los den de baja o los capturen y extraditen”. Los operativos en el terreno correrán a cargo de gente como el Paisa. Hay consenso en señalar que el grupo vivirá de la extorsión, aunque no se han desmenuzado las variantes de esa práctica tan arraigada.

Un aspecto positivo del alzamiento sería acercar posiciones antagónicas, para cumplirles a quienes respetan el acuerdo y perseguir implacablemente a los disidentes. Pero la violencia no cesa y “la democracia local cojea”. Refiriéndose a los ataques contra candidatos a las próximas elecciones regionales, Ariel Ávila anota que “se trata de sicarios para quitar a competidores políticos del camino… un ejército de mercenarios que son contratados por muchos políticos para amedrentar a la competencia”. Cae de su peso que esa masa sicarial con alta demanda no está conformada exclusivamente por exparamilitares, como taimadamente sugiere Ávila, y que tampoco se limitará a la esfera política. Las licitaciones estatales y en general todos los grandes negocios pueden beneficiarse hostigando o eliminando competidores, sobre todo cuando hay un mercado de matones con reputación suficiente para hacer creíble cualquier amenaza. Ese know-how y prestigio los tienen de sobra Márquez y su grupo.

Toda esta prospectiva, incierta y especulativa, recuerda el panorama descrito en La ley secreta, serie de TV sobre mujeres policías que se infiltran en distintos grupos armados colombianos. Supuestamente basada en hechos reales, aparecen tramas espeluznantes en las que antiguos guerrilleros y paramilitares trabajan en llave con constructores bogotanos corruptos. Tal como describe Ávila que está ocurriendo en la política: para amedrentar y eventualmente eliminar rivales. Sería la variante moderna y empresarial del clientelismo armado.

Después de décadas de negocios criminales como droga, secuestro o lavado de dinero, las mafias italianas se dedicaron a actividades legales reforzadas con su principal activo, la capacidad de amenazar. Asuntos tan variados como la intermediación de ayudas de la Comunidad Europea, la aprobación de licencias de construcción, los cambios de uso del suelo o la adjudicación de licitaciones se convirtieron en importantes fuentes de recursos. Obviamente, si hace falta, también eliminan adversarios. Así parece ocurrir en varios lugares pues es un tema recurrente en series y películas de países como Italia, España, Argentina o México.

Sería ingenuo descartar los servicios mafiosos marca Farc porque un proceso de paz diseñado por voluntaristas insistió que mejorando las condiciones del campo llegaría la paz estable y duradera: que la guerrilla campesina no buscaba poder crudo sino participar con corbata en debates parlamentarios. Ignoraron que el bajo mundo está plagado de oportunidades. El sobrino de Márquez, presunto socio de Santrich y contacto con el cartel de Sinaloa, “era el líder de la corruptela con los recursos que debían ser destinados a la base guerrillera”.

A pesar de sus vínculos con el narcotráfico, es apresurado pensar, como Mauricio Vargas, que las nuevas Farc se limitarán a eso: “Lo que Caracas requiere de Márquez y compañía es cocaína, cientos de toneladas”. Parafraseando a Darío Echandía, “la droga, ¿para qué?”. Ni los disidentes, ni los militares venezolanos ni los asesores cubanos infiltrados hasta la médula en la burocracia son yuppies buscando hacerse millonarios. Siguen tras el poder y no solo municipal o nacional, sino con visión bolivariana: lo que se pueda hasta la Patagonia.

Las organizaciones crecen y evolucionan de manera impredecible pero rápidamente se desprenden de sus orígenes. Esa verdad de a puño no la han asimilado los pazólogos. La fijación con la historia y la memoria, convertida en obsesión con la JEP, es tal que para controlar gigantes como Apple o Microsoft tranquilamente propondrían enmendar los errores del pasado, con reglamentación urbana contra los negocios en garajes y negándole permisos a empresas cuyo fundador haya abandonado la universidad.

Las nuevas Farc dejaron atrás a Tirofijo hace rato. Aunque no vuelvan al monte y permanezcan cómodamente protegidos por Maduro, el comandante Márquez y sus secuaces tienen un futuro promisorio. Saben que ser violento paga, no solo en la guerra sino en la política y los negocios.

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