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La lluvia puede esperar

Javier Ortiz Cassiani
20 de agosto de 2020 - 05:00 a. m.

En estos días lluviosos quisiera escribir sobre la nostalgia de dormir arrullado por el estruendo de un aguacero cayendo sobre un techo de zinc, sobre la gracia de la lluvia y la musicalidad de su goteo, sobre mi diálogo improbable con la pareja de canarios que se posaron esta mañana frente a mi balcón, o sobre Mercedes Barcha —“el cocodrilo sagrado”— y su vocación para domar silenciosamente a ese monstruo literario balanceándose en su mecedora como una matrona del Caribe. Pero no. Aquí matan a la gente. Aquí el horror arrincona a la poesía y solo deja espacio para una poética de la tragedia. No exagero. Decir lo contrario no es más que la aceptación de los síntomas de una enfermedad secular: nos acostumbramos a la muerte, la naturalizamos y, además, somos capaces de encontrarles justificación incluso a las formas más horrendas del crimen. Lo peor es que la sensibilidad solo parece fijarse en la monumentalidad del horror y parecemos ajenos a la cotidianidad con la que a diario se prepara la argamasa para construir la escultura monumental a la muerte.

¿Sobre qué escribir entonces? Uno no quisiera tener que escribir sobre una madre desgarrada en una tarima hablando frente al cadáver de su hijo y los de sus cuatro compañeros menores de edad en un barrio popular de Cali, secuestrados, torturados y asesinados. Allí, ante sacerdotes, oficiales del Ejército, policías, organismos de protección ciudadana, autoridades civiles, tomó el micrófono y habló en nombre de la comunidad. Apenas si se le quebró la voz en medio del dolor y usó toda su capacidad oral, todo su talento heredado para contar en detalle, toda su habilidad para impostar voces y asumir varios roles en la narración, exigir justicia y exponer ante el país la actitud sospechosa de la Policía la noche de la tragedia.

Apenas había acabado el funeral de los cinco menores de Llano Verde, en Cali, cuando la nación se enteró del asesinato de ocho jóvenes en un área rural del municipio de Samaniego, en el departamento de Nariño, al sur del país. Un grupo armado, dotado de armas largas, llegó disparando indiscriminadamente a varias personas que se encontraban en una reunión social, y huyó en motocicletas. Pero claro, la atención nacional que merecen estas terribles tragedias tiene que competir con el comunicado de una ex primera dama que durante la administración de su marido —incluso en los momentos más controversiales— se mantuvo tan discreta como una polilla revoloteando en la bombilla encendida de una casa abandonada, pero ahora decide defenderlo con una emotiva carta en la que parece haber citado toda su biblioteca. Y no solo con eso, sino con el descaro de una reconocida revista que ofrece su plataforma virtual al marido de la dama discreta —que tiene detención preventiva domiciliaria por un proceso ante la Corte Suprema de Justicia— para que se defienda y lance todo tipo de acusaciones en su delirante verborrea. Por supuesto, las periodistas que lo entrevistan, como todos sus acólitos, se dirigen a él llamándolo “presidente”.

A propósito de mi pasada columna, una amiga me escribió diciéndome:

—Sabes, Javier, me gusta más cuando escribes relatos personales, más intimistas, más poéticos, quizá.

—A mí también —le contesté—, pero en este país matan. La lluvia puede esperar.

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