La lucha por el comercio internacional

Eduardo Sarmiento
07 de abril de 2018 - 03:49 a. m.

La propuesta de Trump de establecer una tarifa arancelaria a China y el anuncio de China de hacer lo propio con una serie de productos estadounidenses han creado escepticismo y desconcierto. No falta quiénes lo presenten como el fin de la era de libre mercado que favoreció a todos los países y el retorno al mercantilismo, en donde los países buscan beneficios sin contemplar al resto del mundo.

Las comparaciones fuera de contexto se exageran. El libre comercio no ha tenido los efectos que lo justificaron. En las teorías de Heckscher-Ohlin-Samuelson (H-O-S), sin duda los economistas más influyentes de mediados del siglo pasado, se predecía que la competencia mundial llevaría a la nivelación de las remuneraciones mundiales, la convergencia de las estructuras productivas y un juego en el que todos ganan. Las cosas han salido muy distintas. Las diferencias de salarios entre los países desarrollados y en desarrollo se mantienen. Mientras países en desarrollo se especializan en los bienes intensivos en mano de obra y en recursos naturales, los países avanzados lo hacen en bienes complejos intensivos en capital.

La estructura descrita fue seriamente cuestionada por Keynes y la Cepal, luego de la Segunda Guerra Mundial. En ese entonces se reconoció que los países en desarrollo deberían aplicar medidas de protección, como aranceles, empresas estatales, subsidios a la exportación y uniones aduaneras para contrarrestar las desventajas de los países desarrollados. La política propició la industrialización de los países en desarrollo y tuvo manifestaciones muy diferentes en los distintos lugares. En Colombia adquirió la forma del decreto 444 de la administración Carlos Lleras Restrepo, que estuvo vigente entre 1967 y 1990 y le representó el período de mayor crecimiento del siglo.

En realidad, la globalización fue un esfuerzo mundial para reducir la protección y facilitar el funcionamiento del mercado, y corrió por cuenta de los países en desarrollo. El expediente le permitió a Estados Unidos mantener las monumentales diferencias de salarios y las distancias tecnológicas, pero no es sostenible. China, que no le siguió el juego, ha logrado avances significativos en tecnología que la equiparan con Estados Unidos y le dan una clara ventaja en el comercio por los menores costos laborales.

Lo grave es que la globalización dejó al descubierto que la expansión del comercio es una de las formas más efectivas de impulso de las economías. Las ganancias están más en la ampliación de la demanda que en las ventajas comparativas que permiten adquirir los bienes abaratados en el exterior. No es cierto, como lo proclama la ortodoxia de libre mercado, que sea igual operar con déficit en cuenta corriente que con superávit. Las crisis del libre comercio en Estados Unidos en 2008, en Europa en 2011 y en los últimos años en América Latina se originaron en déficits en cuenta corriente insostenibles. Y los países aprendieron la lección. Todos propician déficits en cuenta corriente inferiores a los dictados por el mercado, que es la forma elegante de llamar el mercantilismo.

Estados Unidos ha sido el primero en incrementar las normas del libre comercio para resolver sus problemas internos. Entre ellas, la facilitación cuantitativa para intervenir el tipo de cambio, la utilización de la política fiscal con propósitos comerciales y ahora los aranceles discriminatorios.

Estamos ante un accidente histórico. El incumplimiento de las teorías de libre comercio no se ha subsanado con otras teorías que precisen las causas de los insucesos y avancen en diagnósticos más cercanos a la realidad. En el desespero se acude a medidas improvisadas dictadas por las manifestaciones y expuestas a retaliaciones que terminan en guerra comercial, cuando lo que se requiere es un nuevo orden mundial.

 

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