La mala educación

Armando Montenegro
21 de noviembre de 2007 - 04:42 p. m.

No se trata únicamente de que todos los muchachos vayan a la escuela; o de que los colegios sean bonitos y tengan buena infraestructura. Si los niños no saben nada o casi nada, todo el proceso educativo es una farsa.

La única manera de apreciar si los jóvenes aprenden algo en primaria y secundaria es por medio de exámenes como los del Icfes o las pruebas Saber. Y estas mediciones muestran, año tras año, que la mayoría tiene serias deficiencias en comprensión de lectura y matemáticas y que sufre de grandes vacíos en el aprendizaje de buena parte de las materias escolares; que se están perdiendo el tiempo y los recursos que gastan en educación. Y como los niños pobres son los que reciben la peor parte, se los está condenando a ser tan pobres como sus padres.

Para corregir todo esto, el primer paso debería ser utilizar los resultados de las pruebas para detectar cuáles son las escuelas más deficientes; cuáles materias se enseñan mal; cuáles rectores y maestros son incompetentes. Y una vez se identifique quién o qué está fallando, deben ponerse en marcha mecanismos efectivos para corregir y mejorar (esto es lo que hace cualquier empresa o institución que se guía por los resultados).

Es increíble que en Colombia no se usen los puntajes de los estudiantes para evaluar las escuelas, maestros y profesores. Ésta es una de las razones de la mala calidad de nuestra educación.

Los buenos resultados de algunos experimentos que se han realizado en otros países, entre ellos Chile y Estados Unidos (en particular los de Nueva York), deberían aplicarse en Colombia. Sin entrar en sus detalles técnicos, hay, por lo menos, tres enseñanzas generales que deberían tenerse en cuenta.

La primera: los padres deberían ser informados periódicamente sobre la calidad de la educación que reciben sus hijos (la calificación de la escuela, los resultados comparativos de los distintos exámenes) y sobre los planes de mejoramiento. Los rectores deberían discutir los puntajes de las pruebas con los padres de familia, compararlos con los anteriores y con los de las escuelas de referencia (esto debería ser obligatorio, incluso, para los colegios privados).

Segunda: los puntajes de los alumnos deberían introducirse en forma explícita en la evaluación del desempeño de rectores y maestros. Los altos rendimientos deberían dar lugar a estímulos y reconocimientos a los responsables. Y, asimismo, los bajos puntajes deberían desencadenar llamados de atención, amonestaciones e incluso sanciones (el proceso educativo no puede ser la única actividad humana en la cual los operadores no rindan cuentas de lo que hacen).

Tercera, los colegios cuyos alumnos presenten sistemáticamente pobres resultados, deberían ser sujetos de planes de reestructuración, diseñados y monitoreados por entidades especializadas (no pueden estar a cargo de entes políticos como las secretarías de educación). Para el diseño de dichos planes se deberían identificar y corregir algunos factores que inciden en los malos resultados académicos: la desnutrición de los alumnos, los defectos de la infraestructura, entre otros. Pero si los bajos puntajes persisten, aun después de corregir los factores externos, las escuelas defectuosas deberían someterse a reformas drásticas, como el cambio del personal, su entrega en concesión o la tutoría de una entidad especializada.

Todo está por hacer. Ahora que se están cosechando los frutos del enorme esfuerzo para aumentar la cobertura, comienza una tarea aún más difícil: hacer que no pierdan el tiempo los millones de niños que van a las escuelas. El país debe contar rápidamente con una buena ley sobre la calidad de la educación, que establezca los mecanismos y recursos para evaluar colegios, rectores y maestros, y para implantar incentivos y correctivos para los casos críticos.

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