La malacrianza de quienes lo han tenido todo

Catalina Uribe Rincón
04 de abril de 2020 - 05:00 a. m.

Hace 100 años, las vacunas contra la viruela consistían en mezclar las costras de los pacientes enfermos con agua e incorporarlas a través de cortes superficiales en la piel. El propósito era alertar a los cuerpos sanos usando dosis debilitadas del virus. Sin vacuna para el coronavirus, hemos tenido que retroceder más allá de la viruela y echar mano de la medida más antigua de salud pública: el aislamiento. Esta práctica, registrada ya en la Ley Mosaica, surgió no por un virus, sino por una bacteria, la lepra. El nombre cuarentena se popularizó por las medidas instauradas en Venecia durante el siglo XIV cuando, para protegerse de la peste negra, los barcos debían permanecer anclados durante quaranta giorni. Pero bien, 40 días son muchos y los que “podían más” decidían resistir menos.

En su investigación sobre salud pública en Honolulu, el historiador Christopher Kindell encontró que, entre los años 1850-1920, la violación de las cuarentenas estaba casi siempre relacionada con las jerarquías sociales. Los ricos, los blancos y quienes estaban “bien conectados” tenían la posibilidad de escapar las regulaciones de los puertos. Mientras un capitán de barco podía decidir bajarse sin problema y arriesgar la salud de todos, no pasaba lo mismo con un obrero. Y aunque la pandemia del coronavirus ha evidenciado que hay muchos que violan la cuarentena por hambre y necesidad, también ha demostrado que muchos más lo hacen simplemente “porque pueden”.

Ese “porque pueden” se traduce en: tengo los medios y soy un malcriado. Los casos abundan. Los habitantes de la isla de Noirmoutier vieron con ira cómo los ricos de París decidieron, a pesar de las restricciones, ir a pasar el encierro en sus casas de vacaciones. Lo mismo ha sucedido con otros destinos de “veraneo” que, por ser sólo de estación, tienen muy poca capacidad hospitalaria. En Nueva York, los que pueden han invadido Connecticut y en Italia han arriesgado Sicilia. Los españoles, como José María Aznar, se han ido a sus villas en Marbella. Y, sin ir muy lejos, hubo varios bogotanos que salieron para Anapoima durante el simulacro. De haberse enfermado, “los que pueden” regresarían a Bogotá. ¿Y los habitantes de Anapoima que podrían haber contagiado? ¿Cuántas UCI tienen allá, acaso?

El caso que fue tendencia en Latinoamérica fue el de Carmela Hontou, la diseñadora de modas que llegó a Montevideo de Europa. Pese a las recomendaciones, Carmela almorzó con su madre de 84 años y después se fue a un matrimonio de 500 invitados. La pobre sólo se quedó tres horas en el evento porque se “sentía cansada”. Sin embargo, esas tres horas fueron suficientes para que la mitad de los casos que tenía Uruguay en ese momento fueran producto de su contagio. Con la misma insensatez, en Colombia muchas familias, con tal de no hacer aseo, han decidido “renombrar” a sus empleadas del servicio “niñeras” o “cuidadoras de adultos mayores”, obligando a cientos de mujeres a moverse en transporte público de un lado a otro con riesgo de contagiarse y contagiar a otros.

 

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