La mancha en el vestido

Javier Ortiz Cassiani
23 de septiembre de 2018 - 08:00 a. m.

Hace veinte años, el 21 de septiembre de 1998, Bill Clinton llevó su larga figura hasta los estrados de un gran jurado para declarar sobre su encuentro sexual con Mónica Lewisnky, la joven pasante de la Casa Blanca. Cuatro meses más tarde, Gabriel García Márquez escribió una crónica para la revista Cambio titulada “El amante inconcluso”, en la que habló del contraste entre la seductora y arrolladora presencia del presidente durante una cena que habían compartido en agosto de 1994, y la impresión de “convicto enflaquecido e incierto” que le había dejado este mismo hombre en una cena más reciente, cuando se cimbreaba avergonzado en la cresta del escándalo.

Lo de Gabo fue un guiño. Un guiño a Bill Clinton hecho con la sagacidad del escritor que nos hace cómplices de los principios que defiende, como si fuera una cosa menor, mientras nos concentramos hechizados en su narración. El nobel ocupó un poco más de la mitad de su texto, para contar que en aquella velada de 1994, Clinton puso especial atención en las palabras de sus interlocutores, sobre su excepcional habilidad política y su la condición de lector sutil de obras literarias. En esa cena –en la que también se encontraba el escritor Carlos Fuentes–, Clinton los había sorprendido a todos con su conocimiento de El Quijote y la recitación memoriosa y teatralizada del monólogo de Benjamin Compson (Benjy), en la novela El ruido y la furia de William Faulkner.

Gabo aprovechó que Faulkner rondaba en el ambiente de la noche –antes Fuentes había mencionado a Absalón, Absalón como su novela favorita–, para poner a Clinton en terrenos familiares: en el Caribe. Si este no era sólo un área geográfica inscrita en los límites del mar, sino un espacio histórico y cultural más amplio, que iba –como ya lo había dicho Sidney W. Mintz–, desde la cuenca del Misisipi hasta el nordeste brasileño, Faulkner también sería un escritor del Caribe. Clinton –dijo Gabo– celebró alegre aquel apunte y se proclamó caribeño. Si nos dejamos seguir por la crónica, esa noche Clinton estuvo locuaz y sin duda debió decir muchas cosas que merecerían la atención de un cronista. Pero a la hora de escribir, Gabo, con la memoria espoleada por el presente azaroso que vivía el presidente, acudió a un recuerdo específico. Recordó y escribió que al final de la cena, Fuentes preguntó a Clinton a quiénes consideraba sus enemigos, y que la respuesta del presidente había sido “inmediata y brutal”: “Mi único enemigo es el fundamentalismo religioso de derecha”.

Fue un recurso retórico para defender a Clinton. A partir de ahí lo que viene en la segunda parte del texto es la confirmación, cuatro años después, de que el presidente había estado acertado en su frase. Ahora, decía el nobel, era víctima de aquella legión de fanáticos religiosos que, en la agonía del siglo XX, todavía intentaban destruir a sus adversarios políticos con los mismos métodos fundamentalistas con los que se perseguía a las brujas en Nueva Inglaterra. Veinte años después parece que aquella defensa tuvo éxito. Hoy pocos cuestionan la credibilidad de Clinton que se mueve por el mundo como conferencista y asesor prestigioso. Mónica Lewinsky, en cambio, a pesar de que mandó hace rato a lavar aquel famoso vestido, pareciera que la mancha nunca hubiera salido. La gente la mira como si lo llevara puesto todo el tiempo como una marca vergonzante, la misma de la que Clinton se liberó con facilidad. A veinte años del affaire, quizá cabe un ejercicio contrafactual: ¿Qué se escribiría si Hilary fuera la presidenta y la protagonista de un encuentro sexual en la oficina oval con un pasante masculino?

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