“La mano es la herramienta del alma, su mensaje”

Ignacio Zuleta Ll.
02 de octubre de 2018 - 05:00 a. m.

Mucho antes de que Manuel Hernández escribiera esta frase del título, mucho antes de que la humanidad pudiera registrar sus grandes o pequeñas hazañas en las letras, mucho antes, ya las manos jugaban un papel fundamental en este arte anterior a la conciencia de ser hombres: el masaje.

Todas las civilizaciones de la tierra, sin excepción sabida, han apreciado los beneficios de una palma suave o el recorrido profundo de unos dedos devolviendo el codo luxado a su lugar, o los nudillos recios de un sabio y antiguo curandero deshaciendo los nudos de un músculo entorchado o un tendón recogido.

Esta oda incompleta va igual tanto para los masajistas hombres y mujeres estudiados como para las intuitivas parteras aborígenes, los buscadores de marmas estancados del masaje shiatsu o los inmemoriales sobanderos criollos que aún subsisten en ranchos, galerías y lejanas veredas a dónde jamás arrima un médico para atender los normales desórdenes y golpes de un ser de carne y huesos y en donde caminar o remar o lanzarse en una mula corcoveante con la clavícula salida de la piel hasta el cercano puesto de salud a siete horas…

Sobre los sobanderos, recuerdo vivamente a don Hipólito Román sentado en su banquillo cuidando los tomates y los ñames de su puesto en una plaza de mercado en Bogotá. El correo de las brujas me dio las coordenadas pues la articulación de una muñeca, la derecha, sometida a una cirugía médicamente buena, no parecía responder a las “terapias” sofisticadas de frío y de calor, de cosquillas eléctricas y manipulaciones llenas de referencias eruditas a los huesos: que aquí va el escafoides, el piramidal y el pisiforme y pasan hacia allá los ligamentos palmares y volares. Hallé al viejo, le conté mi problema, y sin una palabra (o bueno, dijo tres, en su idioma monteriano: ¡Eche, no joood!) sacó de un baúl viejo un tarro de pomada verde y misteriosa, me agarró la muñeca con sus manos sagaces y comenzó a explorar, ojos cerrados, a lo largo y lo ancho de la mano herida. Cuando palpaba la platina de titanio que remendaba el radio recompuesto, se limitaba a alzar la ceja en un gesto inescrutable y continuaba hurgando entre los huesecillos, los huesos, los tendones, y untaba la pomada de yerbas olorosas, mascullando un ensalmo personal con devoción. Lo cierto, para abreviar el cuento, es que ya en dos sesiones tuve muñeca nueva, se activaron los dedos, pude volver a subir y bajar las palmas de la mano y logré hasta la hazaña de abrir un hermético frasco de aceitunas sin tener que ablandarle la tapa a golpes contra el suelo. ¿Qué hizo el sobandero? No lo sé; pero hasta hoy le agradezco su artimaña.

Bien valdría la pena que aquí en Colombia —en donde todo abuelo respetable aún conoce un sobandero o sobandera— les diéramos su lugar como preservadores de una medicina tradicional valiosa y, en un diálogo intercultural entre la medicalización occidental creciente y un empirismo ancestral —padre de la ciencia— que aún subsiste, los integráramos como en otros lugares del planeta, al sistema de salud “oficial”, con un mínimo de requisitos evidentes (es claro, hay charlatanes).

Si en los Spa hay masajistas aprendidas de una tía y de las universidades de garaje salen “terapeutas” que a duras penas han palpado un ligamento y sufren de desórdenes “del túnel” por exceso de chats en el WhatsApp, ¿por qué no revisar el papel fundamental de sobanderos y parteras tradicionales, conocedores del cuerpo, de la naturaleza y sus poderes?

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