Sombrero de mago

La marcha por el saber

Reinaldo Spitaletta
09 de octubre de 2018 - 05:45 a. m.

Se debatía en las cafeterías, tras alguna asamblea estudiantil, cuál era el rol de la educación pública y por qué había que luchar sin desmayos por una adecuada financiación de la misma, por la apertura de nuevos cupos en la universidad, por la democratización. Mucho antes, y en el aire aún volaban cantos de aquellos días, los estudiantes colombianos habían realizado durante un año (en 1971), el más formidable movimiento que el país haya conocido en la historia de las juventudes.

Por aquellas épocas, la consigna de “por una educación nacional, científica y de masas” era una guía para las discusiones y la movilización. Tantos años después, parece que poco ha cambiado el espectro. Y el “país político”, más dedicado a ampliar presupuestos de guerra y el de otros rubros, mantiene asfixiada la educación. Y, claro, vuelve el malestar, que no es que se haya esfumado. Porque las condiciones, aunque distintas, en esencia son las mismas: desfinanciación de la educación pública.

Pongamos como premisa que el neoliberalismo, en su incontenible afán de rentabilidades, de feriar el sector público, ve a la educación como otra manera de la plusvalía. Hay que dar réditos. O, en otra perspectiva, ¿para qué educar tanto pobre? ¿Qué diablos puede dar un muchacho que esté más interesado en la filosofía, en las literaturas, que en artes y oficios? No estamos —dirá algún guasón oligárquico— en la antigua Grecia. Y esto no es Finlandia ni Islandia. Ni por aquí hay tanto frío, se burlará algún aprendiz de déspota.

En aquellas cafeterías universitarias, también se discutían, además de la situación social y económica y política del país, las posiciones de un libro gordo, maravilloso para el estudio, llamado Paideia, del alemán Werner Jaeger. El autor decía, entre tantas cosas, que “un pueblo que alcanza cierto grado de desarrollo se halla naturalmente inclinado a practicar la educación”, como una suerte de hipótesis que había que demostrar desde diferentes perspectivas: la historia, los estudios de la evolución, la sociología, en fin.

Aquel libro gordo (que no era el de Petete) tenía (tiene todavía, claro) planteamientos acerca de cómo se crea un hombre culto, cómo un pueblo puede alcanzar un estadio superior de conocimiento. Y ahí estaba entonces la educación. Solo mediante el ejercicio de la búsqueda de saberes, del expandir las ciencias, las artes, la literatura, se llegaba a altos niveles de conciencia. “La educación participa en la vida y el crecimiento de la sociedad, así en su destino exterior como en su estructuración interna y en su desarrollo espiritual”, se advierte en Paideia.

Y a través de los ideales de la cultura griega, esa que va desde Homero y Hesíodo hasta los tiempos de la república, la transformación del Estado-Ciudad, la “lucha silenciosa” de los trabajadores y los revolucionarios valores de la cultura y la educación, el libro proporcionaba elementos para animar al estudiante a la búsqueda del conocimiento. Una guía para el “saber ser” y el “saber hacer”.

Y aquí, tantos siglos después de la conciencia griega, andamos sin financiación suficiente para la educación. En una crisis permanente porque cada vez se cierran más los espacios para el “saber ser” y el “saber hacer”. La educación pública superior se mantiene, desde hace años, en estado de sitio. En una carta dramática que varios docentes dirigieron al presidente Duque, entre ellos un exrector de la Universidad Pedagógica, se lee: “Declaramos la posibilidad de iniciar una huelga de hambre indefinida que invite a la reflexión serena y pacífica en torno a la situación de nuestras instituciones y sus demandas prioritarias de financiamiento”.

Deplorables y tiránicos gobiernos que mantienen en déficit a la universidad pública (el déficit histórico acumulado en funcionamiento es de 3,2 billones y de 15 billones en la inversión). En este país de tristes inequidades, de desplazados y desempleados, de desventuras para la mayoría de la población, tampoco hay posibilidades para el conocimiento. Las ciencias, las artes y la cultura se excluyen. Qué cuentos de aprender a pensar, a discernir, a cuestionar. Ni riesgos. Eso no da réditos. Ni votos. ¡No a la poesía, no a la tecnología, no a la experimentación, no a la búsqueda de la razón! Eso pretenden los gobiernos, como el actual, como los de ayer.

Con la Paideia —dice Jaeger—, en la relación transformadora del hombre con la polis, alcanzaron los griegos su compensación más alta: la conciencia de su propia eternidad. Muchos siglos después, en un paisito llamado Colombia todavía seguimos marchando por conquistar espacios para la educación, la cultura y la democratización del conocimiento. Hoy, 10 de octubre, estudiantes y profesores volverán a “rugir como los vientos”.

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