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La muerte del libro

Juan David Correa Ulloa
17 de octubre de 2013 - 10:06 p. m.

Hace no muchos años, teóricos, especialistas y fabricantes tecnológicos se apresuraban a darle una digna sepultura al libro de papel.

Para ellos, la invención de las tabletas, la idea de portabilidad y un mundo en donde no cabrían las librerías, y el peso de esos objetos hechos de papel y cartón, eran una especie de realidad revelada: asistíamos en vivo y en directo al fin de una era de seiscientos años —a partir de la invención de la imprenta occidental— en la que veríamos sólo lectura en aparatos electrónicos. El apocalipsis era ahora.

La Feria del libro de Fráncfort, acaso la feria más relevante de la industria occidental, acaba de terminar el domingo pasado. Allí se negocian derechos para todas las lenguas, en inmensos pabellones en donde se acomodan centenas de agentes y editores, además de delegaciones nacionales, para vender o comprar traducciones de los dictámenes del mercado. Este año la feria decreció en visitantes pues Europa atraviesa una crisis tan profunda que amenaza a sus industrias culturales —y a su patrimonio, por supuesto— y que no podía ser ajena a la feria misma. En medio de las crisis, sin embargo, se identifican comportamientos que también tienen que ver con el mercado del viejo arte de comprar y vender libros. La primera sorpresa para los entusiastas de la muerte del libro fue encontrarse con que ya no habría todo un pabellón para los fabricantes de tecnología y que éstos compartían espacio como cualquier cristiano con los demás editores. La tecnología, los aparatos, mejor dicho, no pudieron aguantar el peso de estar allí, apagados y silenciosos sin contenido hasta que fueron acorralados. En la feria se veía por todas partes libros de papel: para niños, para adultos, textos, libros especializados, y un largo etcétera que es imposible describir en una columna. El furor del año pasado, en el cual la tecnología prometía un cambio en el consumo de los lectores, aún no llegó, y me temo que tardará por lo menos una generación en hacerlo.

Lo constaté no sólo en la obviedad de ver libros en una feria de libros, sino que después, en un viaje a París, pude ver de primera mano cómo, con dificultades, claro, sobreviven decenas de librerías de barrio, con fieles lectores y consumidores que leen en el viaje en metro, mientras que la Fnac, acaso la cadena más grande de libros —y aparatos electrónicos, música y video— amenaza con quebrar. La pregunta que me hice, y que contestó hace muchos años Carlos Monsiváis en una conferencia en Bogotá, es si va a ser posible un mundo con pocos lectores y ventas modestas de libros. La respuesta, por obvia que parezca, es que nunca hemos sido muchos los lectores, pero quienes queremos al libro como objeto, y a la lectura como posición ante la vida, seguiremos defendiendo algo que es mucho más que un instrumento. Los libros están ahí para dar testimonio de lo que somos. A eso nos atenemos.

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