La mutua incomprensión

Arlene B. Tickner
25 de febrero de 2009 - 03:21 a. m.

El arte de la diplomacia –según el internacionalista Hans J. Morgenthau– consiste no sólo en la identificación de los objetivos propios y las herramientas con las que cuenta un país para satisfacerlos, sino en la valoración de los objetivos de sus contrapartes.

Según el autor, una estrategia diplomática que acaba en conflicto –justamente por valorar de manera errónea los objetivos de otras naciones– ha fallado en su propósito fundamental, que es promover el interés nacional mediante acciones pacíficas.

Al cumplir casi un año de relaciones diplomáticas rotas entre Colombia y Ecuador, la reflexión de Morgenthau nos recuerda que la empatía constituye un aspecto neurálgico de una política exterior exitosa. En el caso de los dos países, parece ser que la incapacidad de “ponerse en el lugar del otro” ha sido uno de los obstáculos principales para la reanudación de la diplomacia. Además de las tensiones y los desencuentros que han caracterizado la relación bilateral a lo largo de la última década, la personalización del antagonismo binacional –que se ha convertido en un pulso político cargado de emoción entre los presidentes Uribe y Correa– lo ha dificultado aún más.

De otra forma es imposible entender por qué numerosos intentos de la OEA, el Grupo de Río, el Centro Carter y el Grupo Binacional de Diálogo para buscar una salida al conflicto han fracasado y cómo la situación, a pesar de las voces de moderación y conciliación en ambos lados de la frontera, se sigue polarizando en lugar de apaciguarse.

Por su proximidad al conflicto armado, Ecuador ha sido particularmente susceptible a sus efectos transfronterizos. Mientras que la percepción del gobierno de Colombia es que éste es un problema regional que genera corresponsabilidad, para el vecino país constituye un conflicto interno cuya resolución es responsabilidad del Estado colombiano. Sin embargo, la falta de control sobre el lado colombiano de la frontera –cuya protección no ha sido una prioridad estratégica de nuestro Ejército– ha impuesto al Ecuador un papel de facto en el conflicto al margen de sus propios intereses. No sólo ha tenido que aumentar su gasto militar y reforzar su capacidad operativa en el norte, sino que la recepción de cientos de miles de desplazados y refugiados le ha significado un costo económico, político y social considerable.

El bombardeo del campamento de Raúl Reyes el 1° de marzo de 2008 ahondó la distancia ya existente entre los dos países.  Al desconocimiento de Colombia de los costos que su conflicto le ha generado a su vecino se sumó la violación de la soberanía del Ecuador y la acusación de que su gobierno era cómplice de las Farc. El triunfalismo que se apoderó de la administración Uribe y la sociedad en general no permitió comprender el resentimiento legítimo que este acto produjo en el otro lado de la frontera.

Salvar las relaciones diplomáticas entre Colombia y Ecuador exige un nivel mínimo de respeto y reconocimiento mutuo que se perdió tras el operativo del 1° de marzo. Lastimosamente, su recuperación no sólo es cuestión de la capacidad de las partes de ocupar los zapatos del otro sino de una voluntad política –inexistente hasta ahora–  para hacerlo.

*Profesora titular, Departamento de Ciencia Política, Universidad de los Andes.

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