La naturaleza urbana

Tatiana Acevedo Guerrero
16 de septiembre de 2018 - 05:00 a. m.

En la mañana del 11 de septiembre, afiches tamaño carta fueron pegados a las puertas de la rotonda de la calle 17, por la salida para Ciénaga, en Barranquilla. En ellos, la Alcaldía de la casa Char avisó lo siguiente: “la inspección séptima de Policía urbana tramita la solicitud de restitución de los bienes institucionales”. Añadieron que “las personas que se encuentran en las áreas de uso institucional, son objetos de una querella”. A las dos de la madrugada del 12 de septiembre la Policía llegó e inició el desalojo. Al amanecer entró también la maquinaria pesada para demoler negocios y viviendas de madera o cemento.

Consta en la prensa nacional y local que este predio, cercano al puente Pumarejo, había sido “invadido por particulares” durante la década del 80 y que “los damnificados del desalojo” acabaron por irse pacíficamente. “Es un predio público que estaba invadido por particulares que ahora será entregado a la empresa Transmetro para una plataforma de transporte en el lugar”, explicó Henry Cáceres, secretario de Control Urbano y Espacio Público.

Hombres y mujeres fueron saliendo de sus viviendas montando bolsas rellenas de ropa, ventiladores, colchones, mesas y sillas Rimax, fogones y pimpinas de gas propano en camiones del distrito que los llevarían a “otro sitio”. El diario El Tiempo reportó que los “afectados” estaban dispuestos “a llevarse hasta los inodoros”. El desalojo, afirmaron varios residentes, “se llevó a cabo sin un plan de reubicación eficaz”.

El proceso de tira y afloje, en que se dieron auxilios económicos a habitantes o comerciantes de la zona con papeles de tenencia legal del inmueble, duró varios años. “Este es el único patrimonio que tenemos de hace 30 años de estar trabajando aquí y hoy vienen a quitárnoslos” sostuvo un hombre, propietario de un local de comidas. Resignado a moverse, pidió al alcalde respetar lo pactado (“que el capital se manifieste para nosotros salir de aquí como se había acordado en la mesa de negociaciones”).

Desde que se condenaron las cuadras de viviendas y negocios, la población y la prensa asumieron el desalojo como natural e inevitable. El valor de los predios, en una ciudad cuyas élites se proyectan cada día más hacia el río, ascendía. Quienes hicieron una vida ahí de manera informal y sin papeles de propiedad, vendiendo fritos, licuando jugos de mango y níspero en leche, arreglando carros y camiones, u organizando flotas que agarran hacia cualquier parte del Caribe, no sólo fueron calificados como “invasores”. Funcionarios y editorialistas de El Heraldo también se refirieron a esta población como “damnificada” por el desalojo. Así, la decisión de un grupo pequeño de personas, en un gobierno local que (al igual que el nuevo gobierno nacional) busca primordialmente el bienestar de los empresarios y los comercios, es equiparada con una catástrofe natural. Irreversibles, como un huracán, son las decisiones políticas específicas de la administración, pensadas para favorecer un proyecto de transporte y de ciudad a costa de la vida cotidiana de tantos.

Salieron de primeros los recién llegados: familias en el difícil tránsito colombovenezolano. Después llegó el turno de los más veteranos. Berta, de 57, vino desde Lorica y llevaba 35 años en un local de comidas en la llamada rotonda. Delante de la periodista que tomó su foto, mostró un permiso de venta de alimentos enmarcado en madera. Alicia, de 28 años de edad, pasó toda su vida en ese lugar. Sus abuelos vivieron y trabajaron en el barrio los últimos 35 años. Tras el desalojo, se divide la familia. Unos se rebuscan en Barranquilla y unos se mudan para Baranoa.

Las decisiones gubernamentales, entonces, vividas como fenómenos naturales. Desalojos e injusticias urbanas asumidas con resignación del que sabe que tener voz es muy costoso.

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