La niña destrozada

Alfredo Molano Bravo
21 de mayo de 2017 - 01:16 a. m.

Para el país andino, el río Patía queda en el por allá. Para las comunidades del Pacífico, es un río madre que nace en la Cordillera Central, rompe la Oriental por la Hoz de Minamá, para botarse al mar por mil bocas –cuna de manglares– en Sanquianga. Las selvas que bordean el río han sido ferozmente explotadas por compañías madereras que transportaban enormes troncos en las barrigas de sus barcos o jaladas por los esteros hasta Buenaventura. Millones de metros cúbicos de maderas fuertes y de maderas finas salieron por Bocas de Satinga, un pueblito de río, hoy cabecera del Municipio Olaya Herrera. De saberse, nada tuvo que ver el presidente liberal con esta región donde la vida se oye crecer. Quizás en sus orígenes fue una cimarronera de negros rebeldes que se refugiaban en sus laberintos de aguas salobres, medio lechosas.

En los años 1990, huyendo de las fumigaciones contra cultivos ilícitos, llegaron campesinos de Putumayo y de Cauca a cultivar coca. La humedad, las lluvias, la nubosidad persistente fueron condiciones excepcionales para el cultivo de una planta que era desconocida en el Andén pacífico. Ni los negros ni los indígenas sabían usarla. Hubo enfrentamientos entre las comunidades raizales y los forasteros, que terminaron no sólo por convivir sino por compartir la nueva economía. Tras los campesinos, llegaron también las guerrillas. A donde van los colonos, van las guerrillas. Los rebeldes establecieron su orden territorial a través de lo que los politólogos llaman el monopolio de las armas, lo que les permitió también el monopolio de los tributos, llamados por la gente vacunas –incluido el gramaje–, y por ahí derecho el ejercicio de la justicia. La explotación de la madera fue sustituida por la de la hoja de coca.

A fines de los 1990 llegaron los paramilitares. Llegaron del norte, de Buenaventura, y pertenecían al Bloque Libertadores del Sur, creado por Carlos y Vicente Castaño y cuyo jefe local fue el temible Pablo Sevillano. Después se desdoblaron en estructuras zonales que controlaron las bocas de los ríos y la red de manglares, desde donde comenzaron a salir las lanchas rápidas de 200 caballos de potencia hacia los barcos nodriza o aun hacia las costas de Centroamérica. Los narcotraficantes o traquetos pagaban tributo a las guerrillas para poder sacar hasta los puertos la mercancía. De ahí en adelante, el negocio se hacía con los paramilitares y con la fuerza pública o con ambos a la vez. En Bocas de Satinga el control de los paramilitares fue hecho a punta de muertos. Por el río bajaban flotando cuerpos que nadie se atrevía a tocar ni a llorar. Un rosario de cadáveres “boyaban hacia la mar”, decía la gente, mientras los aviones de la policía fumigaban –también aquí– los cultivos de coca y obligaban a los cultivadores a romper selva más adentro. En los pueblos –La Tola, El Charco, Bangela, Mosquera– paramilitares impusieron el toque de queda. El único que fue capaz de violar la orden fue Chaín, el Mago, un hombre extraño y respetado que de noche o de día pescaba los cadáveres flotantes, los llevaba hasta el cementerio, los bautizaba y los enterraba. Después los paramilitares se esfumaron. A raíz de la concentración de guerrilleros de las Farc en las Zonas Veredales de Transición y Normalización, regresaron los paramilitares con motosierra al hombro e impusieron de nuevo el toque de queda.

En Bocas de Satinga, hace tres días apareció tirada en el medio de la calle principal una niña de cuatro años violada y destripada. En el pueblo se oye decir que los paras dijeron que el que no cumpla la orden quedará como la niña destrozada.

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